Pa’ habernos matao


Así, colgada tal y como estaba de la rama de aquel árbol que se había abierto camino entre las paredes rocosas del acantilado, y con la mente ya completamente despejada, le dio por pensar en la cantidad de cosas que seres humanos y deidades se habían inventado a lo largo de la historia para sonsacar a los demás aquello que no querían decir.

Entre sus favoritas estaban el suero de la verdad (pentotal sódico), la Bocca della Verità (que muerde la mano del mentiroso) y el irrompible lazo de la verdad con el que Wonder Woman controla a los malos. También, sin saber por qué, le vinieron a la mente otras formas de obtener confesiones como meter palillos de dientes entre las uñas o hacer cosquillas en los pies.

No sabía si todo eso tenía algo de sentido o si habían experimentado con ella algún método que no recordaba pero, lo que a la vista de la situación estaba claro, es que algo había salido inconscientemente de su boca que a ellos, los de la avioneta, no les había gustado, y la habían empujado al vacío antes de tiempo.

—¡Niñaaaaa! ¿Estás bien? Mira que te tengo dicho que te estés calladita, que un día vas a tener un disgusto. No te muevas que enseguida vienen los bomberos.

La inspectora Paola Martín, de homicidios, miró hacia arriba. La cabeza de su abuela asomaba por el borde del precipicio. Suspiró, de momento estaba entera pero no quería moverse mucho, no sabía cuánto podría aguantar aquella rama a la que se había quedado enganchada ni cuánto tardaría en rajarse definitivamente la tela del paracaídas.

Lo suyo no eran las emociones fuertes, pero no se cumplen cuarenta años todos los días y doña Jacinta le había prometido que sería un aniversario inolvidable.

—¿Que me lance en paracaídas? Abuela, ¿estás loca?, ¿quieres acabar conmigo?

Doña Jacinta no pudo aguantar una risita. Podía entender que después del puenting y el paseíto en ala delta, lo que menos le apetecía a su nieta era saltar en paracaídas desde una avioneta (4.000 metrillos de nada, le había dicho), pero lo cierto es que estaba hasta el mismísimo moño de su autocompasión y quería inyectarle una dosis de adrenalina que no olvidaría en su vida.

—Que cumplo cuarenta, abuela, cuarentaaa y ¿qué he hecho con mi vida?

—¡La madre que te parió! Dos tortas bien dadas con toda la mano abierta te daba yo ahora mismo.

La mujer no reconocía a su nieta en esa extraña damisela insoportablemente empeñada en hacerse la víctima por todo, que se pasaba el día llorando por las esquinas, tras contarse las canas, las arrugas y los lunares frente al espejo o descubrir que las cremas anticelulíticas no servían para nada de nada.

Por muy inspectora de policía que fuera, estaba claro que en la vida de Paola no había suficiente emoción. Eso había que remediarlo.

—Lo que le hace falta a la jefa es un buen polvo—. Le había dicho el subinspector Lucas Bernini, llevándose un bolsazo que le dejó el ojo morado durante una semana.

—¡Sinvergüenza, más que sinvergüenza!— Doña Jacinta no le había perdonado lo de su homosexualidad. Ella había puesto todas sus esperanzas en aquella relación… pero nada, que el chico era muy majo, pero rarito.

La inspectora Martín lanzó un grito, el paracaídas se había rasgado un poco más y las rocas puntiagudas que se distinguían en el fondo no tenían muy buena pinta. Desde lo alto del precipicio y tirada en el suelo todo lo larga que era (no mucho), su abuela intentaba calmarla.

—Tranquila, estate tranquila que ya vienen los bomberos, dos ambulancias y el grupo de Rescate Especial de Intervención en Montaña con su helicóptero y todo.

¡¡¡RAAASSSS!!! Tarde, muy tarde…

Paola vio pasar toda su vida ante sus ojos. Jugaba a policías y ladrones con sus primos con apenas 5 años, saboreaba la paella que cada domingo hacía su madre, jugaba al parchís con su padre, las vacaciones de fin de curso en Lisboa, su novio del instituto, su primera fiesta de disfraces, su graduación, el tabaco de su abuelo, los consejos y remedios de bruja de su abuela, el viaje en el que quedó embarazada de Calima, su ascenso, los primeros dientes y los primeros pasos de su niñita, su primer caso, el último…

De repente el mundo pegó un frenazo y el tiempo se detuvo. Todo a su alrededor se volvió verde. Paola se levantó del suelo, se sacudió el pantalón vaquero y comprobó no solo que seguía viva, sino que además no tenía ningún hueso roto. ¡Ni un arañazo, oye!

Miró hacia arriba, pero ya no podía ver ni a su abuela, ni la rama donde tanto tiempo había permanecido enganchada. Tampoco había rastro del paracaídas ni de las rocas puntiagudas que ella había visto desde las alturas. 

Se quitó las gafas rectangulares, abrió la puerta y salió de la cabina. Estaba completamente empapada en sudor.

—¿Qué tal? Pa’ habernos matao ¿eh? ¿Te ha gustado la cosa esta de la realidad virtual?

—Psss… ¡Hombre!, te has pasado un poco ¿no abuela?, podías haber elegido una experiencia un poco menos fuerte. No sé, la erupción de un volcán, una persecución de dinosaurios o una montaña rusa…

—Hija, de verdad, mira que eres sosa. Te pareces a tu padre.

 

 

 

 


Comentarios

  1. Me encanta la abuela, sí, señor!! Es única, genial y divertida. Sigue así, Arantza.
    Soy Charo del Face

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