El vestido




—No puedes ponerte ese vestido. Simplemente no lo puedes llevar.

—Lo sé, pero no me presiones. Ya conoces a mi madre… La tradición es la tradición. 

—Lo siento cariño, pero yo me voy a casar contigo, no con tu madre. Es nuestra boda, nuestro día… Y ese vestido, lo siento, pero no, no te veo con él.

La boda de María y Arturo había sido lo que Carmelita llevaba años esperando. ¡Qué ilusión!, por fin tocaba desempolvar el vestido que había llevado su abuela, su madre, su tía Encarna, su prima Marga, su hermana Laly y, por supuesto, ella misma. 

Había llegado el momento de que el preciado tesoro familiar pasara a la siguiente generación y a ella nadie, absolutamente nadie, le iba negar el privilegio de ser la primera en hacer los honores de ceder el testigo.

Con ese corte de cintura de avispa y falda voluminosa, escote en forma de corazón, drapeados y transparencias, aquel vestido de plumeti, organza y encajes de nylon, representaba todo el glamour de las bodas de alta alcurnia de los años 50. Una cola larguísima y un maravilloso velo flotante, completaban aquel traje de novia digno de la mismísima Grace Kelly.

—¿A que es precioso? Ven, anda, pruébatelo y vemos lo que hay que arreglar. ¡Ay mi vida!, ¡qué ilusión le haría a tu bisabuela! La pobre, mira que fue mala pata que la de Mónaco eligiera el mismo día que ella para casarse. Así que claro, ¿a qué boda fue la gente? Pues eso, a la de las revistas. Pero no te preocupes, que a ti no te va a pasar lo mismo.

Carmelita estaba exultante, casi rozaba la euforia. Inconscientemente se llevó la mano al pecho, había empezado a hablar más rápido de lo normal y su frecuencia cardíaca estaba a punto de rebasar la barrera de los 100 latidos por minuto.

—Mamá, ¿te has tomado la medicación?

—No. ¡Que te pruebes el vestido, coño! —No era una petición, era una orden.

El médico ya lo había advertido. Llegados a ese punto, no se le podía llevar la contraria, así que o se probaba el vestido o las palpitaciones de su madre se convertirían en taquicardia en menos que canta un gallo.

—De acuerdo, mamá, tranquilízate. Me lo pruebo y así te darás cuenta de que yo no puedo llevar ese vestido por muy bonito que sea y mucha trayectoria familiar que tenga.

Introdujo en el traje de novia aquellas partes de su cuerpo que el diseño permitía y se subió al taburete. Carmelita empezó a dar vueltas, observando cada detalle y tomando notas. Cuando no apuntaba números sin sentido en el cuadernito, mordía nerviosa el tapón del boli. Le quedaba estrecho, pero eso era algo con lo que ya contaba. Tanto gimnasio…

 —¡Hala! Bájate, ya te lo puedes quitar. Hay que abrir las costuras y meterle un añadido por aquí y por aquí también; cerrar un poco el escote, ensanchar las mangas y agrandar la cintura tres o cuatro palmos. ¡Bueno!, tenemos tela de sobra, que ya no se llevan las colas tan largas. —sentenció. 

No había servido de nada. Carmelita estaba dispuesta a todo para que ese vestido, sacado de un Burda de los años 50, protagonizara la boda de María y Arturo.

—No puedo llevarle la contraria. Le daría un disgusto. Y el médico ha dicho…

—¿Me lo dices en serio? No me lo puedo creer. Pero, ¿no te das cuenta de que sólo quiere salirse con la suya? ¡Que no puedes llevar ese vestido, por mucho que lo arregle! No es lo que habíamos hablado. Tenías que decirle que no. ¡Tienes que decirle que no!

—La verdad es que es un poco ostentoso.

—¿Ostentoso? Es totalmente inapropiado. ¿Y tu padre qué dice?

—Nada. Está de acuerdo con nosotros, pero tampoco se atreve a llevarle la contraria. Ya sabes, la tradición es la tradición.

—Pues estamos apañados. En fin, tú sabrás lo que haces.

El día de la boda de María y Arturo, Carmelita estaba feliz y orgullosa de su creación, y deseosa de escuchar los comentarios envidiosos de su tía Encarna, de su prima Marga y de su hermana Laly. Le había costado lo suyo arreglar el vestido con las nuevas medidas y adaptarlo a los nuevos tiempos. Su madre —que en gloria esté, pensó—, la observaría con satisfacción desde las alturas.

Cuando sonaron los primeros acordes de la Marcha Nupcial de Mendelssohn, cesaron los cuchicheos. Los invitados se pusieron de pie y giraron sus cabezas hacia la puerta principal de la iglesia para ver entrar a María. Caminaba con paso seguro hacia el altar a pesar de los nervios. Nunca se había sentido tan guapa.

A Arturo, sin embargo, le costaba respirar. El corsé le apretaba y se le veían los pelos del pecho por encima del escote. Carmelita no había tomado bien las medidas.






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