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El vestido

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—No puedes ponerte ese vestido. Simplemente no lo puedes llevar. —Lo sé, pero no me presiones. Ya conoces a mi madre… La tradición es la tradición.  —Lo siento cariño, pero yo me voy a casar contigo, no con tu madre. Es nuestra boda, nuestro día… Y ese vestido, lo siento, pero no, no te veo con él. La boda de María y Arturo había sido lo que Carmelita llevaba años esperando. ¡Qué ilusión!, por fin tocaba desempolvar el vestido que había llevado su abuela, su madre, su tía Encarna, su prima Marga, su hermana Laly y, por supuesto, ella misma.  Había llegado el momento de que el preciado tesoro familiar pasara a la siguiente generación y a ella nadie, absolutamente nadie, le iba negar el privilegio de ser la primera en hacer los honores de ceder el testigo. Con ese corte de cintura de avispa y falda voluminosa, escote en forma de corazón, drapeados y transparencias, aquel vestido de plumeti, organza y encajes de nylon, representaba todo el glamour de las bodas de alta alcurnia de los años

Encargo mortal

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Todo iba bien hasta que recibió la orden de matarla. No había sido una petición, ni una propuesta, ni mucho menos una sugerencia. No tenía alternativa, había sido una orden clara y directa. — Hay que acabar con ella y tienes que ser tú. Debes hacerlo tú. Sabía que era peligrosa, conocía muy bien lo que su sola presencia provocaba, pero ¿matarla? Paola Martín no era una asesina, era inspectora de policía. Y de la buenas. De ésas que toman el café solo doble, cargado y con extra de azúcar. Abrió el cajón de su escritorio y sacó su semiautomática, su maravillosa Heckler & Koch USP . Acarició la empuñadura de polímero reforzado con fibra de vidrio y piezas de acero inoxidable y comprobó el cargador, estaba vacío. La sensación que le produjo tocar el arma no le gustó. La guardó de nuevo y cerró el cajón. Si lo iba a hacer, tendría que ser de otra manera. Su arma reglamentaria no le serviría de nada, era inútil tratar de usar la pistola contra su objetivo. Necesitaba pensar… Co

Cabos sueltos

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  —Estoy perdida. Apoyó la frente contra la ventana deseando que las gotas de lluvia que golpeaban el cristal, golpearan también su conciencia y la dejaran libre de todo mal pensamiento.   Que su suegra resbalara y cayera por las escaleras del chalecito de la playa, después de semanas criticando su forma de preparar la paella, o que el  Lamborghini  del cabronazo de su jefe se incendiara tras negarle sus merecidas vacaciones, no había sido fruto de la casualidad. Sonrió. Todo había salido según lo previsto, pero no iba a ser ella quien lo dijera. —Tú no tienes la culpa, Sabrina, a veces estas cosas pasan, sin más. No podemos controlar todo lo que ocurre a nuestro alrededor, ya deberías saberlo. "A veces las cosas pasan, a veces las cosas pasan..." Eso no la ayudaba, se le agotaba la paciencia y se estaba empezando a cansar del mismo sermón. Cada jueves, la misma cantinela. Se suponía que los ochenta euros de sesión semanal pagados a tocateja durante los seis últim

Bon appétit

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  El sonido del reloj del horno le indicó que su última creación culinaria ya estaba lista. Abrió cuidadosamente la puerta, sacó con esmero la bandeja y comprobó satisfactoriamente que el asado estaba en su punto, mientras se servía una generosa copa de Tío Pepe.  Todo estaba preparado, ya no quedaba nada por hornear, freír o guisar, así que se quitó el delantal y observó orgullosa su obra maestra. Tenía fama en el barrio de ser la mejor cocinera, la más limpia, la más amable, la más atenta, la anfitriona ideal. Le encantaba recibir visitas, agasajar a sus invitados y estar pendiente de cada detalle. No se le escapaba nada; cada cubierto con la inicial del comensal, la servilleta adornada con su flor favorita, las copas personalizadas… Solía dejar que los colores y los tejidos jugaran en la mesa con la textura, el aroma y el sabor de cada alimento, mientras los invitados admiraban su buen gusto y su buena mano, regalándole todo tipo de cumplidos. Hasta había aprendido a hablar en

No molesten, estoy de parto

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  En este preciso momento son las 16.04 del 16 de febrero (eso dice el reloj del móvil), en un par de horas iré al aeropuerto a buscar a mi hermana y a mi sobrino (llegan a las 18.00) y algo más tarde, a eso de las 21.00, daré las buenas noches a mi chico grande (ya tiene cuatro años y ocho meses), volveré un poco la puerta de la habitación para que su primo y él y duerman tranquilitos, saldré al pasillo y me pondré de parto. Así, sin avisar.    — ¡Beaaaa! Que acabo de romper aguas ("romper aguas"... Una expresión de lo más rara, pero eso es lo que ha pasado o pasará: he roto o voy a romper aguas). Mi hermana asomará la cabeza por la puerta del baño. — Muy graciosa, pero que muy graciosa, sister. Deja de pegar esos sustos, que te faltan dos meses para salir de cuentas. Ella es así, el líquido amniótico me estará en ese momento chorreando por las piernas y formará un gran charco al llegar al suelo, pero si mi hermana dice que faltan dos meses, entonces es que no estoy

Olegario Salas-Vayne

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Llevaba más de veinte minutos de pie, observando y escuchando a la mujer que tenía enfrente, sin tener muy claro cómo había llegado hasta su recién estrenado despacho. No le había dado tiempo a colocar la placa identificativa en la puerta y la máquina de café estaba aún sin instalar, así que tan solo pudo ofrecerle un vaso de agua, mientras ponía todo su empeño en liberar una silla del embalaje de plástico con burbujitas que la envolvía, para que la recién llegada se pudiera sentar.  No hacía ni 48 horas que, a pesar de la insistencia del comisario Ramales, había abandonado su puesto como inspectora de homicidios para probar suerte y estrenar sillón en su propia agencia de detectives. El olor a pintura fresca se colaba sin piedad por las fosas nasales hasta llegar a la garganta y una montaña de cajas, apiladas de cualquier manera contra la pared del fondo, amenazaba con desmoronarse de un momento a otro… Pero ya tenía su primer caso. Raro, muy raro, pero un caso al fin y al cabo.   —Bi

La sombra de la verdad

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  Hay verdades indiscutibles como que el sol sale por el Este y se pone por el Oeste, que no hay nada más peligroso que estornudar cuando te estás aplicando el rímel, o que todo lo que sube tiene que bajar, por lo de la fuerza de la gravedad y esas cosas, salvo, claro está, que atraviese la estratosfera y sea absorbido por un agujero negro de esos que andan    perdidos por el hiperespacio. Luego están las verdades relativas, como que en invierno siempre siempre nieva, que en verano nunca nunca llueve, o que a todo el mundo le gusta las aceitunas y el helado de chocolate (¡menuda combinación!, ¡qué asco!). En tercer lugar están las verdades de mi hija: “Mami, ¿sabes?, si te clavan una espada en el corazón te mueres, pero si se te cae el cerebro, solo te quedas tonta y luego no te caben los periódicos, ni las sumas, ni las restas, ni nada de nada”. Y finalmente está mi verdad absoluta, la que marca el principio y el fin de cada cosa, la que dice que todo tiene su momento y que si n