Vacaciones accidentadas (I)




Asesinato entre volcanes

Aquellas vacaciones iban a ser especiales. Había llegado el momento de que Calima supiera el por qué de su nombre. No es que la inspectora Paola Martín, de homicidios, le fuera a explicar a su hija, con pelos y señales, los detalles de aquel apasionado y fugaz encuentro, aquel polvo en suspensión de hacía ya seis años… Pero sí, quería volver a la isla y quería hacerlo con ella. Calima estaba feliz y nerviosa, nunca había viajado en avión.

Nada había cambiado, ni la luz, ni las casitas blancas, ni la forma en la que el mar y la lava habían aprendido a abrazarse. La inspectora lo recordaba todo tan bien…

Soltó la maleta y se quedó mirando el azul intenso del océano antes de entrar en el apartamento que había alquilado a través de una plataforma de esas de vivienda vacacional. Cerró los ojos y extendió los brazos desnudos para que el olor a salitre impregnara su piel. Una semana, siete días y sus siete noches solo para ellas dos, sin casos, sin prisas sin estrés… De eso se trataba al fin y al cabo ¿no?, de unas vacaciones como dios manda. Calima la imitó.

-      ¿Preparada para la aventura?
-      Síiiiii.

No tardaron en cambiarse de ropa y preparar una mochila con la barbaridad de cosas que hacen falta cuando se va a pasar el día fuera de casa con una niña de cinco años: agua, protector solar, gorra, gafas de sol, toallas de playa, toallitas de bebé, dos camisetas por si se mancha, dos bañadores de cambio por si acaso, otro pantaloncito por si se lo moja, galletas de chocolate, chuches y otras guarradas por si se hace tarde para comer y están las cocinas de los restaurantes cerradas, una caja de pinturas de colores y papel para pintar, un libro de adivinanzas, una sudadera por si refresca... ¡Ah!, y el conejo Luca Correcorre, su muñeco favorito…

Se ató la cazadora vaquera a la cintura, se puso el sombrero y las gafas de sol, comprobó la batería del móvil, ajustó bien al cuerpecito de la niña el arnés de la sillita del coche y arrancó sintiéndose libre, aunque echando en falta el peso de la placa y la pistola.

Su primera parada: los volcanes. Dejó el Citroën C3 de asientos Advanced Comfort aparcado tal y como le indicó un joven con uniforme que hacía aspavientos con los brazos y subió la cuesta arrastrada por la emoción y la energía de la pequeña.

-      ¡Corre, mami, corre!

Otro tipo con el mismo uniforme y el mismo movimiento de brazos indicaba el camino a seguir.

-      ¡¡¡A ver!!! ¡Apúrense que nos vamos!, los canarios a la guagua canela, los peninsulares al autobús marrón y los guiris to the brown bus.

Paola sonrió a la niña que trataba de imitar la aspiración de eses al final de las palabras, típico del habla de la zona, y se dirigieron al vehículo. Fueron las primeras en elegir sus asientos, aprovechando que otros muchos visitantes se habían distribuido en improvisados grupos y admiraban con curiosidad cómo prendían fuego los matojos de aulagas arrojados a las entrañas de la tierra, se sorprendían y se reían al asustarse con los inesperados géiseres, o perdían el control de sus glándulas salivares con el aroma a pollo recién hecho y dorado al calor que desprendía el volcán.

Calima se acomodó al lado de la ventanilla con su cámara Fujifilm Instax Mini 9 de color rosa y dejó a mano un pequeño álbum en el que pensaba ir guardando todas y cada una de las fotos.

Mientras la guagua canela recibía la llegada de otros pasajeros, no muchos, Paola le dijo a su hija que no perdiera detalle de la historia que iban a contar a través de los altavoces. Ella se la sabía de memoria (la niña, la Virgen, el cura, Hilario, la camella y la higuera “que aunque pegó, nunca dio fruto”), así que aprovechó el momento de anonimato que le regalaban las gafas de sol para cerrar los ojos y echar una cabezadita.

Apenas le había dado tiempo a coger el sueño cuando empezaron los gritos.

-      ¡¡Está muerto!!¡¡Está muerto!!

Paola se despertó sobresaltada, el vehículo se había parado de golpe en mitad de un pasillo de estafilitos (estalactitas de lava), la confusión se había apoderado del escaso pasaje y el conductor había entrado en pánico; era incapaz de volver a arrancar el motor.

Calima la miró asustada y señaló con el dedo. Dos filas más atrás, un hombre regordete con camisa floreada ya no llegaría al final del trayecto.

La sangre…, chorretones de sangre se deslizaban desde la cabeza por todo el rostro, el cuello y la ropa de la víctima. La inspectora tuvo que desviar la mirada, empezó a sudar, su hematofobia le impedía observar más detenidamente el cadáver y solo le dio tiempo a ver que algo cilíndrico sobresalía del ojo derecho del buen señor.

Se sintió desnuda sin la placa ni la pistola.

-      ¡Todo el mundo tranquilo! Mi mamá es policía y ella lo sabe todo, todo y todo. Así que, asesino, seas quien seas, no te vas a escapar, ¿a que no, mami?

Aquello era lo más. Calima estaba inflada de orgullo. La voz de Paola sonó firme y segura.

-      Buenas tardes, soy Paola Martín, inspectora de homicidios. Estoy de vacaciones, así que, como imaginarán, no llevo mi placa encima, pero pueden comprobarlo llamando al 911, después recogeremos todos los móviles.

La inspectora vació las chuches directamente en la mochila y le dio la bolsa a Calima. La niña abrió los ojos como platos y contuvo un gritito ¡¡Se había convertido en ayudante de policía!!

Nadie dijo nada cuando la pequeña se fue acercando. Ni la pareja de jubilados alemanes, ni las amigas divorciadas, ni el matrimonio con el bebé y el adolescente, ni la monja, ni la chica misteriosa, ni el tipo con pinta de malo, ni el conductor, ni la señora con peluca, ni el joven que había terminado antes su turno en el restaurante donde servían pollo al volcán, y que, sin quitarse el uniforme de ayudante de cocina, había aprovechado para disfrutar de una excursión que anhelaba desde hacía semanas.

Paola activó sus cualidades para los perfiles. Había dieciséis personas en la guagua, así que, descartando al bebé, a su hija y a ella misma, tenía trece sospechosos.    

Un mensaje en clave por Whatsapp a su compañero, el subinspector Bernini, puso en alerta a las fuerzas de seguridad de la zona. Ya se oía el helicóptero. Paola no hizo preguntas, se dedicó a observar uno a uno a los pasajeros. El bebé lloraba, la monja rezaba, el ayudante de cocina sudaba, el malote evitaba las miradas directas, la chica misteriosa leía, el adolescente repetía una y otra vez ‘menudo rollo’…

Fue una de las fotos que Calima había hecho con su cámara instantánea la que le dio la pista definitiva. En ella se veía el título del libro que estaba leyendo la joven misteriosa: ‘Asesinato en el Orient Express’.

La inspectora Martín se acercó al ayudante de cocina y lo miró fijamente. Estaba sudando y temblaba.

-      ¿Y?, ¿tienes algo que decir, mi niño? – le preguntó.

El joven intentó a duras penas mantener el contacto visual con aquella mirada inquisitiva, pero finalmente se derrumbó.

-      ¡Yo no quería hacerle daño!, pero hablaba, hablaba y hablaba. No me dejaba escuchar. ¡Y me hizo spoiler!, ¡Me hizo spoiler! La higuera no dio fruto, la higuera no dio fruto… ¿Por qué?, ¿por qué lo tuvo que decir?, ¿por qué me contó el final?  

El helicóptero de la policía sobrevolaba la zona, imposible aterrizar, estaba empezando a anochecer.

Paola aisló al asesino del resto y lo ató de pies y manos con todo tipo de lazos y cordones de zapatillas que desde el conductor hasta la monja le fueron pasando.

-      Pero inspectora, ¿cómo supo que había sido él? – preguntó la chica misteriosa.

Ella sonrió, señaló la portada del libro y dijo:

-      Tuve mis dudas no crea pero, como decía Agatha Christie, “fregar los platos convierte a cualquiera en un maníaco homicida de categoría”. Y, ¿a qué se dedica un ayudante de cocina?

Ahora solo faltaba encontrar el arma homicida.

-      Mami mira, este muñeco no tiene “pilila”.

Paola Martín se agachó para ponerse a la altura de su hija. Calima estaba sentada en mitad del pasillo, entre las filas de butacas, jugando con dos extrañas figuras de barro cocido que se había encontrado tiradas en el suelo. Un hombre y una mujer con exagerados atributos genitales.

Tal y como había señalado la niña, la figura masculina carecía, efectivamente, de “pilila”. Se la habían arrancado, se la habían amputado… o tal vez… la inspectora se incorporó y volvió a mirar el cadáver. En esta ocasión se acercó un poco más y lo observó detenidamente, tratando de aislar la imagen de la sangre de su vista y de su mente.

Se fijó bien en lo que sobresalía del ojo derecho de la víctima, algo que parecía un trozo de esos puritos con sabor a vainilla que el comisario Ramales había comprado en Argentina durante su último viaje. Pero no, no era precisamente un purito...

"¡Ajá!", exclamó satisfecha. Tenía el cadáver, al asesino y el arma homicida. Caso cerrado, pero las vacaciones solo acababan de empezar.



Comentarios

  1. Si es que las pililas las carga el diablo😈

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  2. Intuyo que nuestra querida inspectora disfrutar de sus vacaciones, no sé si disfrutará. Muy bien hecho, Arantza.
    Soy Charo del Face.

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