Dulce y cándida Calima



—Mami, ¿cuántos catadores se han muerto a lo largo de la historia?

La taza de café (doble, cargado y con extra de azúcar) casi se le cae de las manos. “Hoy no por favor, hoy no toca, no estoy de humor”, pensó mientras giraba la cabeza para ver bien la hora en el reloj del horno, tratando de evitar la mirada interrogante de su hija, y se tomaba un paracetamol.

—A ver Calima, cariño, deja ya de mirar la caja de los cereales y tómate el zumo que se te van las vitaminas (frase típica de madre junto a ‘no me pises lo fregao’ o ‘a que voy yo y lo encuentro’).

 Miró a aquella niña que con apenas cuatro años ya sabía leer y que en los últimos meses había convertido todo lo que la rodeaba en una pregunta constante. Mami por qué esto, mami por qué aquello, mami qué significa, mami cómo se hace, mami, mami, mami…

 Normalmente, se sentaba y respondía tranquilamente pero hoy no. Hoy tenía un dolor de cabeza terrible, Mariana llegaría de un momento a otro y ella solo podía mirar a su hija y recordar por qué se llamaba Calima. Una relación fugaz, “un verdadero polvo en suspensión”, había contado a sus amigas.

 Pero de eso hacía ya más de cuatro años y ahora tenía ante sí a un monstruo enano con coletas que le hacía temer lo peor cada vez que abría la boca para decir algo.

 Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido del móvil.

 —Inspectora Martín al habla.

—Necesitamos que venga a Comisaría urgentemente.

 Mariana llegó justo en ese momento y la inspectora Paola Martín, de homicidios, dio un suspiro de alivio, se había librado por los pelos.

 —Tengo que marcharme, ¿puede llevarla usted al colegio? Yo estaré de vuelta a las tres.

—Sin problema, usted vaya tranquila que de esta preciosidad ya me encargo yo.

—Mariana, ¿tú sabes cuántos catadores se han muerto a lo largo de la historia? – volvió a preguntar Calima.

—¿Catadores de vino?

—No, de comida.

—¡Ah! Pues ni idea. De vino sí sé.

Pero eso no le interesaba a Calima, así que asunto zanjado.

La inspectora Paola Martín aparcó justo delante de la puerta de la Comisaría subió de dos en dos las escaleras y sin llamar a la puerta entró directamente en el despacho del comisario Ramales. No tenía buena cara.

—Reúna a su equipo y diríjase urgentemente al Hospital Psiquiátrico. Pregunte por el doctor… ¡Maldita sea! ¿dónde están mis gafas? Da igual, aquí tiene el nombre.

Paola, sorprendida, cogió el papel que le extendió Ramales y lo leyó en voz baja.

—Pero, pero… ¿ha muerto alguien de forma violenta?

—Pues la verdad es que aún no—dijo Ramales encogiéndose de hombros—,  pero todo se andará, no se preocupe.

De nuevo volvían a asignarle un caso que nada tenía que ver con homicidios, pero en fin, no estaba la cosa como para andar escogiendo casos, así que llamó a Sánchez y a Bernini y se dirigió al Hospital.

Paredes blancas y olor intenso a medicamentos... Gritos (aullidos más bien) lejanos al fondo del pasillo, sanitarios corriendo…

Avanzó con la espalda apoyada en la pared para evitar ser arrollada, hasta que llegó a su destino. El nombre del especialista que Ramales había garabateado en el papel, podía leerse en la puerta que había justo a su izquierda.

A través del cristal, vio cómo el médico dirigía una terapia en grupo. Las miradas perdidas de los participantes y los monosílabos dominaban la escena. El psiquiatra la vio, ella mostró su placa y él le hizo una señal para que entrara.

Encontró una silla en una esquina y se dispuso a escuchar y a evaluar la situación, sacó la libreta y el boli (Bic, por supuesto). Sánchez  había ido a hablar con el director del centro y Bernini estaba vigilando en el pasillo.

Una mujer rubia, de unos 35 años, narraba su caso entre sollozos, quejidos y lamentos…

—Me preguntó que qué era la fecundación— dijo.

—Siga, siga, desahóguese, comparta con todos nosotros…

—Me preguntó que qué era la fecundación —repitió—. Le dije que esperase, que me tenía que lavar los dientes; una excusa como otra cualquiera para hacer tiempo a ver si se me ocurría una respuesta. ¿Cómo le explicas a un niño de cuatro años qué es la fecundación?

Paró, le faltaba el aire, alguien le ofreció un vaso de agua. Bebió… La silla de la inspectora Paola Martín estaba cada vez más cerca del grupo.

—¿Y qué pasó?— preguntó el psiquiatra cuando la mujer consiguió reponerse.

—No me dejó lavarme los dientes. Cogí aire y le pregunté si recordaba que cuando yo estaba embarazada de su hermanito mirábamos las fotos de un libro para hacernos a la idea de cómo iba creciendo. Me dijo que sí y le expliqué que todo ese proceso empezaba con la fecundación.

—¿Y?— Esta vez la pregunta la hacía la inspectora Martín, que se había acercado tanto al grupo que ya formaba parte de él. Alguien se apartó para que acomodara su silla.

—Me hizo otra pregunta. ¿Y qué hace falta para que se produzca la fecundación?, me dijo. Le aclaré que los hombres tienen unas células que se llaman espermatozoides y las mujeres otras que se llaman óvulos y que cuando un espermatozoide y un óvulo se unen, empieza el proceso.

“Admirable, qué valiente…”, pensó Paola que, imaginándose a su propia hija, ya veía venir la siguiente pregunta. Lo apuntó en su libreta (por si acaso, nunca se sabe).

—A continuación me preguntó que cómo se unían el óvulo y el espermatozoide— la mujer empezó a llorar—, y le dije que me diera un minuto para poder responder…

—Continúe por favor —insistió el doctor.

—No me dio ni 30 segundos, se acercó de nuevo a mí y me detalló que su amigo Marcos le había dicho que su padre le había metido el gusanito por la chirla a su madre y que así había nacido él. Y quería saber si eso era verdad.

Ahora sí que sí, Paola comenzó a sentir un sudor frío y las primeras palpitaciones, no se veía ella explicándole a Calima lo del polvo en suspensión.

—¿Qué pasó entonces?

—No supe mentir. Me miró con cara de horror y dijo: “¡Qué ascoooo, entonces papá y tú habéis juntado vuestros pises y he nacido yo!”. ¡Tres meses, tres meses,  ha estado sin mirarnos a la cara!

Se oyó un golpe, Bernini entró a todo correr, detrás de él, Sánchez y el director del Hospital psiquiátrico; la inspectora Paola Martín se encontraba en el suelo echando espuma por la boca. Aquello era más de lo que ella podía aguantar. 

**********

“Soy una mujer normal, una rosa blanca de metal”… La musiquita de ‘Desesperada’ de Marta Sánchez sonó en el tono de llamada del teléfono de Mariana. Miró el reloj, eran más de las tres y Paola aún no había llegado a casa, descolgó.

—Buenas tardes, soy el subinspector Bernini. Siento comunicarle que la inspectora Martín se encuentra aislada en una celda del hospital psiquiátrico por su propia seguridad. Se queda usted a cargo de la niña.

Colgó sin dar opción a respuesta.

Mariana miró a Calima que dejó de dibujar patitos y soltó una carcajada a medio camino entre Jocker y Chucky, el muñeco diabólico.

—¿Jugamos?—dijo cambiando la risa terrorífica por una vocecita inocente— ¿por qué los niños tienen pene y las niñas vagina?

 

 

 

 

Comentarios

  1. Pobre inspectora... a esa edad son de un preguntón.
    Excelente, Arantza! Cada vez me gusta más tu protagonista. Es tan natural... actúa como la vida misma, sin florituras.
    Por cierto, soy Charo del Facebook.

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    1. Ay sí, pobre Paola. Se va a volver loca, jajajaj. Me alegro de que te guste. Un beso, guapa.

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