Un diagnóstico indecente

 

Genoveva (Veva para amigos y familiares) López de Azpilicueta, viuda de Argüelles y marquesa de Santillana releyó por quinta vez aquellas seis palabras. Media docena de vocablos que configuraban un diagnóstico totalmente indecente que, de hacerse público, podría arruinar su vida para siempre o, lo que es peor, su reputación: “Síncope vasovagal por esfuerzo al defecar”.

Conocía de sobra a los buitres que la rodeaban (cuñados, sobrinos, una hija legítima de su primer matrimonio y el hijo que su segundo marido tuvo con el ama de llaves) y sabía de sobra que lo que tenía entre sus manos era su sentencia de muerte, la oportunidad que todas esas aves carroñeras estaban esperando.

Pensaba en la próxima portada de la revista Hola. Había contratado con ellos un reportaje para enseñar su casa, sus perros, sus jardines, sus quince cuartos de baño con grifería dorada, sus cuadros de Botero y sus piscinas (la climatizada y la otra), por el que se llevaría unos buenos euros. Nota mental, tendría que posponerlo, no era el mejor momento...

Suspiró como suspiran las marquesas, dobló exactamente por la mitad el papel que le había entregado la enfermera, se abanicó con él y se sentó pensativa en el borde de la cama del box número 3 de Urgencias, mientras esperaba la llegada de su chófer.

Lo había decidido, aquel informe médico, aquellos resultados tan inapropiados para una dama de su posición, tenían que desaparecer de su historia clínica. (Todo el mundo sabe que las marquesas no defecan).

—¿Está lista, señora?— La voz de Daniel sonó desde la puerta. La marquesa giró la cabeza y asintió. Le tenía cariño, era hijo de la cocinera y, siendo apenas un mocete, había empezado a trabajar con ella y su difunto esposo (el tercero) haciendo pequeños recados para la familia. Ahora, a sus 23 años, Daniel no solo era el chófer de la aristócrata sino que, además, era una de las pocas personas en las que la señora (viuda) de Argüelles podía confiar plenamente.

—Daniel, recoge mis cosas por, favor, y salgamos cuanto antes de este antro que atufa a cloroformo. Tenemos que hablar.— Ya se encargaría más tarde de la doncella, la inútil que, cuando se desmayó, llamó a la ambulancia que la llevó al hospital comarcal en vez de a su exquisita y selectiva clínica privada de confianza. Ahora tenía otras cosas más importantes que resolver.  

*******

Doña Jacinta dejó caer todo el peso de su cuerpo sobre el sillón orejero capitoné de skay color chocolate años 60. Con un nudo en la garganta, limpió las gafas, abrió de nuevo el periódico por la página de Sucesos y volvió a leer, esta vez en voz alta, el titular: “Hallado muerto en extrañas circunstancias Ernesto Andrade Alonsótegui”.

No había duda, era el hijo de Mateo el médico, el pequeño, el que había seguido los pasos de su padre. Lo último que supo de él es que tenía un cargo importante en el hospital comarcal y ahora… ahora estaba muerto. No se lo podía creer.

Siguió leyendo. Dos párrafos más abajo… “La investigación del caso se encuentra en manos de la Unidad Central de Delincuencia Especializada y Violenta”.

Con los dedos temblorosos cogió el teléfono y marcó.

—¿Abuela?— La inspectora Paola Martín, de homicidios, descolgó el móvil rápidamente al ver la llamada entrante.

—¡Ay hija, qué disgusto!, ¡Qué se han cargao al hijo del Mateo!

—¿De quién hablas?

—Del médico. El periódico dice que ha aparecido muerto en extrañas circunstancias. ¿Tú sabes lo que ha pasao?

—Abuela, no puedo decirte nada, estamos en plena investigación. De momento solo tenemos un cadáver con una bolsa de plástico en la cabeza. De las que usa Mercadona para llevarte la compra a casa.—puntualizó.

—¿Para que no se mojara? Esas bolsas son muy grandes, aunque luego no sirven para nada…

—¡No, hombre!, que ha muerto por asfixia. Tengo que dejarte que estoy en medio de un interrog…, de una reunión. Luego te llamo.

A doña Jacinta no le gustó nada el modo en que su nieta la despachó… Ella también tenía sus fuentes y sus recursos. Había llegado el momento de hacer la primera llamada. “Ay Ernestito, con lo majo que era el chico”. 

*******

La inspectora había cortado de forma brusca, pero ya se disculparía más tarde. Volvió a meter el móvil en el bolsillo trasero del pantalón vaquero y miró con desdén al joven sentado frente a ella en la sala de interrogatorios. Tenía el cadáver de un médico que, además, era hijo de un antiguo pretendiente de su abuela, en la mesa de autopsias y, tras dos horas interrogando a Daniel (así se llamaba el joven), había conseguido por fin que le dijera que cumplía órdenes de su señora.

Al parecer, ella le había dado (presuntamente) un fajo de billetes de quinientos euros para contratar a alguien que se encargara de hacer desaparecer un documento pero, como ganaba una mierda, había preferido quedárselo él y hacer el trabajo sucio (necesitaba una ayudita para comprarse un Lamborghini precioso de color amarillo). Pero con las prisas y con eso de que no tenía experiencia en delinquir, pues tuvo que improvisar y acabó matando, sin querer, al doctor Andrade.

—¿Sin querer y nos lo encontramos con una bolsa del Mercadona en la cabeza? Tus huellas estaban por toda la escena del crimen, querido. No tienes escapatoria, pero si colaboras y nos dices quién es esa señora y qué información contiene ese documento tan importante, quizás pueda conseguir que te reduzcan la condena.

Daniel levantó las muñecas esposadas y señaló hacia sus pertenencias, que estaban en una bandeja blanca sobre la mesa.

—Ahí, en la cartera… Puede usted mirar.

La inspectora Martín se puso unos guantes de látex y se incorporó de la silla lo estrictamente necesario para alcanzar la bandeja y arrastrarla hacia ella. Cogió la cartera… Un DNI con la foto de Daniel, una tarjeta de crédito y otra de puntos de una gasolinera, un papel doblado cuatro veces  por la mitad y sesenta mil euros en billetes de quinientos.

La puerta de la sala de interrogatorios se abrió en ese preciso instante y apareció el subinspector Lucas Bernini con dos vasos de café (otra vez el asqueroso aguachirri de la máquina de la segunda planta) y una mirada de preocupación que a ella no le pasó desapercibida.

—Tenemos un problema. Acaban de ingresar a la marquesa de Santillana con unos cólicos que ni te cuento, diarrea, náuseas, vómitos y todo un concierto de flatulencias incontrolables.

Paola cogió el café que le ofreció su compañero y lo miró sin entender nada.

—¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?—preguntó.

—Será mejor que veas esto… 

*******

El vídeo se había hecho viral alcanzando el millón de visitas en cuestión de horas. Podía verse en Youtube, Facebook e Instagram, corría por Whatsapp como la pólvora y estaba triunfando en Tik-Tok.

Cómo había llegado doña Jacinta hasta la mansión de Genoveva López de Azpilicueta, cruzado la verja de seguridad, sorteado a los guardias y a los cuatro Rottweiller, entrado en la cocina y vaciado en una jarra con zumo de naranja, el contenido de un botecico de esos que ella usaba para los mejunjes que tenía anotados en la libretita que siempre llevaba metida en la faja, era todo un misterio.

El mensaje, corto y claro, que dejó la abuela mirando directamente a una de las cámaras, ya había sido descifrado por el experto en lectura de labios: “Genoveva, ahora sí que te vas a cagar, bonita”.

Paola ni se inmutó, desdobló el papel que había sacado de la cartera de Daniel y leyó el informe firmado por el doctor Ernesto Andrade Alonsótegui.

“Consulta por síncope durante la defecación, refiere estreñimiento, refiere que mientras intentaba defecar comienza con sudoración y al ponerse en pie se sincopa. No recuerda la caída, pero recuerda a la persona del servicio doméstico que la encontró. Diagnóstico principal: Síncope vasovagal por esfuerzo al defecar”… 

Cogió el móvil, buscó a doña Jacinta en las últimas llamadas y le dio al icono verde de la pantalla. No hubo respuesta y el Gps estaba desactivado.

Volvió a doblar el papel, se sentó, cerró los ojos y recapituló: Tenía un cadáver con una bolsa en la cabeza, al inexperto autor material del crimen en la sala de interrogatorios, a la verdadera asesina yéndose por la pata abajo en el hospital y a su abuela desaparecida

Miró la hora. Había que establecer prioridades.

Se levantó, se acercó hasta su mesa, cogió el bolso, la placa y la pistola, llamó a su madre para que fuera a buscar a Calima al colegio y apremió a su compañero.

—¡Vamos, Bernini!, empecemos por el bingo.

 


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