La venganza de doña Jacinta
Ahora
se arrepentía de no haber hecho caso a las señales. Y mira que había tenido
unas cuantas: la tapa del inodoro que permanecía levantada sin motivo aparente,
el bote del champú sin cerrar, un rollo de papel higiénico vacío en el
portarrollos que nadie había cambiado, las bolsas de basura llenitas (todas: residuos
orgánicos, cartón, vidrio, envases, aceite, pilas…) que nadie había bajado a
los contenedores, los platos sin lavar en el fregadero, la lista de la compra
adherida con un imán a la puerta de un frigorífico que hacía eco y con las
palabras “harina” y “levadura” marcadas en amarillo “fosforito”, la lavadora que había terminado y que permanecía a la
espera de que alguien tendiera la ropa…
Nada
estaba como tenía que estar. Ni siquiera los cojines del sofá. Con lo fácil que
era: el de rayas de colores en el centro, delante el azulito y los grises y los
naranjas a los laterales.
Era
una fanática del orden y le gustaba tenerlo todo controlado, hasta el mínimo
detalle. Notaba a distancia un cuadro torcido o si un libro ocupaba el sitio
que no debía en la estantería.
Lo
peor eran las huellas. Veía huellas por todas partes. Huellas en los azulejos
del baño, pasaba el trapito; huellas en la puerta del microondas, pasaba el trapito,
huellas en las puertas de los armarios de la cocina, pasaba el trapito…
Pero
ahora alguien (o algo) se estaba entreteniendo en dejarle claro que no estaba
sola en aquella casa. Las horas viendo en Netflix series de polis y su
desarrollado olfato detectivesco le indicaban que algo no iba del todo bien.
La
inspectora Paola Martín, de homicidios, dejó la mirada perdida en el chorro de
agua que salía del grifo. Tenía un dolor de cabeza horrible. “Migraña otra
vez”, pensó. Se tomó una de sus pastillas y se mojó la cara para despejarse.
Había perdido la noción del tiempo y del espacio. No reconocía su casa y, lo
que era peor, no se reconocía en el espejo.
No
recordaba nada.
Se
volvió a mirar, no sabía qué narices hacía vestida de esa guisa, pero ¡oye!, la
verdad es que no le quedaba nada mal. Se daba un aire a Raquel Welch en ‘Hace un millón de años’, pero con menos
tetas, claro.
¿Se
estaba volviendo loca? El dolor de cabeza tampoco es que se lo pusiera
precisamente fácil. Hizo mentalmente una lista de todo lo que estaba mal o
fuera de su sitio. Alguien había invadido su área de confort, su espacio vital,
su zona de seguridad… Seguía sin entender qué estaba pasando, ¿por qué la
estaban atormentando?
Cogió
el móvil, 30 mensajes de Whatsapp de números desconocidos, el correo colapsado
y quince llamadas perdidas, diez de ellas de Bernini. La voz del subinspector
sonó preocupada.
- Inspectora, por fin, ¿se encuentra bien?
No ha venido a Comisaría y llevo llamándola todo el día. ¿Ya se ha ido la
abuela?
De
repente reaccionó, ¡la abuela! Se despidió de Bernini y colgó. Hacía días que
no estaba sola en casa. Todo empezaba a tener sentido, tenía compañía… y esa
compañía quería venganza. No había ningún fantasma ni ningún espíritu maligno.
Todo encajaba, la mano negra que estaba detrás de esos pequeños detalles que a
ella le ponían de los nervios (las huellas, la basura, la tapa del wc, el rollo
de papel…), era su abuela.
Paola
había tenido la mala idea de decirle a doña Jacinta que no volviera a meterse
en su trabajo después de que la buena señora decidiera tirar el cadáver del
último caso a la basura (contenedor de residuos orgánicos, eso sí) y dejar la
escena del crimen como los chorros del oro. No se lo había tomado demasiado
bien.
Ya
no era la simpática abuelita de los ‘Looney
Tunes’. Se había convertido en la vieja de 'Psicosis' y había cambiado el canario por un cuchillo afilado.
Paola
llevaba días esperando a que estuviese completamente dormida para poder meterse en la
ducha. ¡Que vete tú a saber!
La
tilita, la tilita que la abuela le hizo tomar después de cenar “para que
relajara esos nervios” tenía algo más que tila. ¿Cuántas horas había estado
inconsciente?
- ¡Abuela!, ¡abuelaaaaaa!, ¿dónde estás? –
gritó Paola enfurecida.
La
puerta del balcón se abrió de golpe y apareció ella, doña Jacinta, bailando al
son de ‘Resistiré’ con el moño
torcido y una copa de Lambrusco (rosado)
en la mano.
- ¿Qué pasa?, ¿qué son esos gritos?
- ¿Se puede saber qué estás haciendo? –
preguntó la inspectora.
- ¿Qué quieres que haga?, aplaudir en el
balcón, que son las ocho, las siete en Canarias… Que por cierto, la del 4ºC no
se ha asomado hoy y desde su casa sube un olor a pan recién hecho que no veas.
¿De dónde habrá sacado la levadura?, ¿la habrá robado?... ¡Uy, perdona, que no
me puedo meter en tu trabajo! – dijo con sorna doña Jacinta.
Paola
Martín suspiró, se rindió, dio por perdida la batalla, pero le quedaba por
resolver una duda.
- ¿Me puedes decir qué has estado haciendo
con mi móvil y qué hago yo vestida así?
- Na… te drogué y te retraté para buscarte
novio en solteroscachondos.com, pero ni por esas, hija, 283 preguntas para el
test de personalidad y ni un solo perfil compatible.
Doña
Jacinta seguía pensando que ningún hombre era lo suficientemente bueno para su
nieta. La inspectora sonrió. Su abuela se había convertido en una psicópata,
sí. Seguramente ella había tenido parte de culpa, también. Pero aún había
esperanza.
Tremenda la abuela! Qué peligro y qué paciencia debe de tener la inspectora. Muy bien, Arantza!!
ResponderEliminarPor cierto, soy Charo del Face.