La raya
Soltó una carcajada y automáticamente se llevó la mano a la boca. La había liado parda… o quizás no. Pensándolo bien, tampoco era para tanto, pero Paola era experta en convertir cualquier situación en un drama.
—¿Qué no es para tanto?, ¿que no es para tanto? Abuela, ¡por Dios Santo!, que has dejado el baño de la Comisaría hecho un Cristo. ¿De dónde narices has sacado tú todo… todo esto? ¿quién te lo ha proporcionado?, ¿pero tú te has visto?, ¿en qué estabas pensando?
Demasiadas preguntas seguidas para una “pobrecita anciana desvalida” cuya mente buscaba a toda velocidad la mejor manera de hacerse la víctima.
No, verse, lo que se dice verse no se había visto, o por lo menos no se había visto bien. No llevaba las gafas puestas y con el susto que se había llevado cuando Paola entró de repente y la pilló literalmente con las manos en la masa, el espejito rectangular que había usado para la operación había salido volando para aterrizar mortalmente en el suelo.
Y allí se había quedado, hecho añicos en el servicio de señoras, junto a la tarjetita de plástico que indicaba que era la socia 017 del Hogar del jubilado.
El principio de cataratas y las pupilas dilatadas tampoco ayudaban mucho que digamos y, menos aún, la amenaza de siete años de mala suerte. ¡Eso sí que le preocupaba!
Envuelta en un halo de desesperación, la inspectora Paola Martín, de homicidios, caminaba de un lado a otro sin sentido. Los 7,20 metros cuadrados de la sala de interrogatorios la asfixiaban.
Aquel espacio de paredes grises, una mesa con las esquinas protegidas, una silla de respaldo recto para el interrogado y otra con ruedas para el interrogador, era en realidad lo bastante grande para que tres personas se pudieran sentar cómodamente; pero a ella le faltaba el aire.
La puerta se abrió y entró el subinspector Bernini con dos tazas humeantes, apretando los labios en un intento fallido de aguantarse la risa. En una de ellas, el café asqueroso de máquina de siempre, en la otra, una infusión (bien cargada) con un batiburrillo de hierbas (Pasiflora, Valeriana, Manzanilla, Lavanda y Melisa) para contener los nervios.
Salió y volvió a entrar con una tercera silla, que acomodó justo enfrente de doña Jacinta, el bolso de la inspectora y un botellín de agua (sin gas) que ofreció a la abuela.
Ante la desesperación de Paola, que por fin se había detenido y, apoyada en una de las paredes de la sala, soplaba la infusión y la bebía a sorbitos con los ojos completamente cerrados, decidió tomar las riendas del interrogatorio, si es que podía llamarse así.
Apagó la cámara y dejó como única iluminación un flexo de escritorio de color rosa con luz de intensidad regulable, que pintaba muy bien en el folleto de ofertas del Lidl, pero que no tenía nada que ver con el resto del mobiliario.
—Veamos,
doña Jacinta, ¿se puede saber en qué estaba usted pensando?
—En
mi juventud, ¿me traes una copita de anís?
—No.
—¿Por
qué has apagado la cámara?
—Eso
da igual ¿Era necesario hacer lo que ha hecho?
—Pues no veo por qué no— respondió la abuela—. Sólo quería volver a probar y ya está, tampoco es para tanto. ¿No?, ¿o me vas a decir ahora que voy a necesitar un abogado? Reconozco que lo de usar el baño de la Comisaría no ha sido buena idea… Bueno, eso y los cuartos que me he gastado. Porque ¡oye!, qué caros se han puesto los polvos esos ¿eh? ¡Maaadre mía! ¡Cómo está el mercado!
Paola no podía creer lo que estaba escuchando, dejó la taza sobre la mesa, se sentó de golpe y giró la silla evitando mirar directamente a su abuela.
Contó hasta diez, respiró, volvió a girar la silla y, sin levantarse, la impulsó hasta situarse lo suficientemente cerca de la delincuente (presunta delincuente), para poder tomarle el pulso.
Con la punta de los dedos índice y corazón sobre la carótida, la inspectora comprobó que el latido de su abuela volvía a tener un ritmo normal, pero el sudor había jugado bien su papel y el rostro de la anciana parecía derretirse por segundos.
—¿Lo ves, Lucas? Ya te lo dije, es que no hay manera. ¡Mira cómo tiene los ojos!
Bernini cogió el flexo rosa y dirigió el haz de luz hacia la cara de doña Jacinta, que había asumido su culpabilidad de la manera más natural. Paola la examinó detenidamente buscando una solución. No podía dejar que su abuela saliera así de aquella sala y mucho menos que atravesara toda la Comisaría hasta llegar a la calle. Había que evitar cualquier tipo de pregunta. Aquello era un nido de habladurías y chismorreos.
Rebuscó en su bolso hasta que encontró el paquete de toallitas húmedas de los “porsiacasos” y lanzó un suspiro de alivio.
—¡Hay
que ver, abuela!, ¿hasta dónde te has metido el eyeliner?, ¿y esas sombras
ahumadas en los ojos? Por lo que más quieras, deja que te quite ese potingue y
vamos a frotar bien en esa pedazo raya que te has colocado; pareces un
mapache. De paso, hazme un favor y deja ya de seguir los tutoriales de
maquillaje que te salen en TikTok.
Genial y descacharrante la nueva historia de la inspectora Paola, una serie de Netflix ya.
ResponderEliminarEstoy pensando en hablar primero con Almodóvar. ;-)
EliminarVaya con doña Jacinta le ha salvado la raya del ojo...
ResponderEliminarOh no. Jajaja
ResponderEliminar