La sombra de la verdad

 


Hay verdades indiscutibles como que el sol sale por el Este y se pone por el Oeste, que no hay nada más peligroso que estornudar cuando te estás aplicando el rímel, o que todo lo que sube tiene que bajar, por lo de la fuerza de la gravedad y esas cosas, salvo, claro está, que atraviese la estratosfera y sea absorbido por un agujero negro de esos que andan  perdidos por el hiperespacio.

Luego están las verdades relativas, como que en invierno siempre siempre nieva, que en verano nunca nunca llueve, o que a todo el mundo le gusta las aceitunas y el helado de chocolate (¡menuda combinación!, ¡qué asco!).

En tercer lugar están las verdades de mi hija: “Mami, ¿sabes?, si te clavan una espada en el corazón te mueres, pero si se te cae el cerebro, solo te quedas tonta y luego no te caben los periódicos, ni las sumas, ni las restas, ni nada de nada”.

Y finalmente está mi verdad absoluta, la que marca el principio y el fin de cada cosa, la que dice que todo tiene su momento y que si no pasa lo que tiene que pasar cuando se supone que tiene que ocurrir, pues entonces es que no tenía que hacerlo.

Pongamos un ejemplo gráfico. Recuerdo tener pánico a los vampiros desde que tengo uso de razón, así que siendo adolescente tuve que crear mi propia barrera defensiva, mi propio dique de contención, mi quitamiedos, mi muralla… ¡Vamos!, mi verdad. Y con mi verdad, cada noche, cuando ya estoy en la cama, me recojo toda la melena en una coleta bien alta para dejar el cuello completamente despejado, ahueco la almohada, me acomodo y digo: “Drácula, voy a contar hasta diez, si tienes pensado morderme, hazlo antes de que termine o habrás perdido tu oportunidad”. Así que cada noche paso diez interminables y terroríficos segundos en los que me juego la vida y veo pasar toda mi existencia ante mis ojos, pero cuando transcurrido el tiempo establecido, Drácula no me ha mordido (de momento me he librado), ya puedo dormir tranquila.

Tiene su lógica ¿no? Pues se lo he contado a mi psiquiatra y acaba de declararme no apta para manipular armas de fuego, lo cual no sería un problema si no fuera porque necesito mi semiautomática, mi maravillosa Heckler & Koch USP, para mi trabajo. Aunque, la verdad, ahora mismo no sería capaz ni de sacarla de la funda.

Me llamo Paola Martín, soy inspectora de homicidios, y hace apenas unos días desperté en la habitación de un hospital después de varias semanas en coma.

*******

Las charlas con el terapeuta y las sesiones de hipnosis para averiguar lo que había ocurrido no estaban dando los resultados esperados. El bloqueo de la inspectora era tal que no recordaba absolutamente nada, salvo algo duro chocando contra su espalda y sus propios puños golpeando a diestro y siniestro, como aspas de molino movidas por un viento huracanado, dando vida a todo lo aprendido (y ella creía que olvidado) en los duros entrenamientos de su etapa en la academia.

La consulta estaba en el séptimo piso, entró en el ascensor, pulsó el cero e instintivamente se frotó los nudillos mientras descendía; el Betadine estaba cumpliendo su función y las heridas habían empezado a cicatrizar. Se quedó mirando fijamente las manos y estiró los dedos hasta que el dolor se hizo insoportable. Suspiró y dejó que se volvieran a encorvar como si fueran las garras de una zarigüeya (el bichejo le caía simpático después de que la pequeña Calima la obligara a tragarse veinticinco veces seguidas la segunda peli de la ‘Edad de Hielo’).

Había empezado a llover, pero abrir el paraguas suponía tener que obligar a sus manos a hacer un esfuerzo extra y el cerebro, aún convaleciente también, no estaba por la labor de dar la orden. Tampoco tenía todavía fuerzas para correr, así que optó por dar un paseo hasta la puerta de la comisaría y dejar que la lluvia cumpliera con su cometido, empapando todo a su paso.

—Estás hecha unos zorros, querida, ¿qué haces aquí? Deberías estar en casa descansando, aún no tienes el alta médica. Anda ven, que te saco un café.

Verla llegar de aquella guisa y con aquel aspecto tan frágil, hizo que el subinspector Bernini olvidara por completo que Paola era su superior, pero a ella no le importó. Siempre habían utilizado el tratamiento correcto en el trabajo pero, en aquel momento, ni ella era la inspectora Martín, ni él el subinspector Bernini. Eran simplemente Paola y Lucas. Con un gesto maternal, la arropó con sus enormes brazos y la acompañó hasta su despacho, tratando de protegerla de los cotilleos que circulaban por la comisaría desde hacía semanas.

—Lucas, necesito que me ayudes. Tengo que saber en qué caso estaba trabajando antes de… ¿mi secuestro? Ni siquiera sé si me secuestraron, ni por qué estoy llena de golpes y cicatrices—se tocó la herida de la sien y le dio un escalofrío.— ¿Qué fue? Dime, ¿en qué andábamos metidos?, ¿la mafia rusa?, ¿china?, ¿italiana?, ¿drogas?, ¿tráfico de armas?, ¿apuestas ilegales?, ¿trata de blancas?...

Dio un sorbo al asqueroso café de máquina, dejó el vaso sobre la mesa y empezó a secarse el pelo con la toalla que le había traído su compañero.

—Bueno, ¿qué?, ¿vas a decirme algo? Tengo que empezar por algún lado si quiero descubrir cómo acabé en la cama de un hospital.

En la mirada de Bernini, la ternura y la lástima compartían espacio. Alguien tenía que contarle la verdad y al parecer, él llevaba todas las papeletas.

—Verás, Paola, en realidad… En realidad no pasó nada de eso. 

*******  

Hay verdades indiscutibles como que no hay quien escale el Everest con sandalias de tacón, que es imposible nadar y guardar la ropa, que no se puede estar en misa y repicando y que para coger peces hay que mojarse el culo.

Luego están las verdades relativas, las que dependen del color del cristal con que se mire, de la dirección del viento o de la cantidad de horas que hayas dormido en los últimos cuatro días.

Y, finalmente, está mi verdad absoluta, esa que dice que todo tiene su momento; y parece que, por ahora, no me van a condecorar ni nada por el estilo. Acabo de salir de mi despacho y aún estoy conmocionada, no sé si voy a ser capaz de digerir lo que me acaba de contar Lucas, ni si estoy preparada para recordar lo que pasó en el centro comercial.

En mi cabeza los flashes van y vienen. Se abren las puertas y una avalancha humana me arrastra y me tira al suelo. Intento levantarme, me defiendo como puedo, me doy un golpe en la espalda, tengo sangre en los puños... Me mareo (padezco  hematofobia), vuelvo a caer y un nuevo golpe, esta vez en la sien… “Zorra”, “puta”, “tú más”, “suelta eso, yo lo vi primero”, son las últimas palabras que escucho antes de desvanecerme por completo.

Tengo claro que la medalla al valor no me la dan, ya lo he dicho ¿verdad?, pero también tengo claro que no fue buena idea ir con mi abuela a las rebajas y mucho menos perderla de vista, junto con mi arma reglamentaria, justo en el momento en que la vecina del tercero (a la que odia) se llevaba el último par del 38 de las pantuflas con lunares que había incluido en su lista de imprescindibles para esta temporada.

 

 

 

 


Comentarios

  1. Las rebajas las carga el diablo!!!!! 🤣🤣🤣👏👏👏

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  2. Ja ja ja! Buenísimo Arantza. Una vez más me has sorprendido con esos giros que se te dan tan bien. Ya echaba de menos a la inspectora.

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    1. Mucha gracias Mariángeles. Intentaré que esta mujer siga apareciendo por aquí jajajja. Un beso.

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  3. Jajajaja, moríííí. Esa abuela es un caso patético. mete en cada rollo a la nieta. Pobre Paola. Muy bueno como siempre Arantza.

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    1. Jajajaja. La verdad es que la pobre Paola no sabe aún la cruz que le ha caído con su abuela. Mucha gracias María, un abrazo enorme.

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