Los zombies no saben bailar


 20:00 horas, sábado. El tamborileo de sus dedos sobre la mesa de melamina del despacho del comisario, mientras releía por quinta vez el informe que le había pasado el subinspector Bernini, no presagiaba nada bueno. La inspectora Paola Martín, de homicidios, se había hecho sangre al morderse el labio inferior, tratando de contener el impulso de levantarse y agarrar por el cuello a la sospechosa que, sentada frente a ella y con cara de no haber roto un plato en su vida, se aferraba a un bolso de macramé con asas de madera, que descansaba sobre sus rodillas como si fuera un perrito de peluche.

Con Ramales de baja, Paola había tenido que asumir el mando y trasladarse a una oficina que, para su desgracia, apestaba a sudor añejo y a Varón Dandy, poniendo a prueba una reciente hiperosmia*, que la había convertido en un detector humano de todo tipo de olores (los buenos y los no tan buenos).

—Tenemos tres más; un hombre de sesenta años con lesión testicular grave, una monja con luxación de hombro y un joven con politraumatismos.— La puerta se había abierto de repente y sin separar el móvil de la oreja, Bernini añadía nuevas víctimas a una lista que se iba incrementando por momentos.

La inspectora contó mentalmente hasta diez apretándose fuertemente las sienes con los dedos, le dio las gracias y le hizo un gesto para que abandonara el despacho y cerrara la puerta, antes de levantarse y rodear la mesa hasta situarse tan cerca de la sospechosa que el aroma a jabón de Marsella que desprendía su ropa se coló sin permiso por sus fosas nasales y le llegó hasta la garganta.

Carraspeó.

—Siete víctimas, con estas tres últimas tenemos ya siete víctimas con todo tipo de heridas, golpes, traumatismos y luxaciones. ¿Se puede saber qué ha pasado?
—¡Ay, hija!, ¡qué más quisiera saber yo!
—Inspectora Martín, abuela, aquí soy la inspectora Martín. Vamos a ver si podemos aclarar algo porque por ahora lo único que sabemos es que has mandado a siete personas al hospital.
—¡Ha sido sin querer!— se defendió doña Jacinta—. Yo, bueno…, la gente, los zombies, el susto, el bolso…

¡Los zombies!, ¿qué zombies? La inspectora abrió la puerta y pidió que alguien le trajera un par de tilas.

—Yo prefiero una copita de anís, si no te importa—, dijo doña Jacinta, levantando tímidamente la voz, pero sin perder la compostura y sin soltar el bolso.

Paola no respondió. Suspiró y decidió poner en práctica sus recién aprendidas técnicas de control temperamental para salir airosa de cualquier situación; así que se limitó a cerrar la puerta y sentarse de nuevo en el sillón giratorio del comisario Ramales. Pero lejos de encontrar una solución al lío en el que se había metido de lleno su abuela, lo único que consiguió fue un mareo de escándalo.

¿Podría alegar locura transitoria ante un juez? No, seguro que ella se negaría. ¿La edad? Tampoco, para doña Jacinta sería un insulto, antes preferiría ir a la cárcel… ¿Ceguera?, ¿despiste?, ¿legítima defensa?...

Bernini entró con una bandeja, un hervidor de agua, dos tazas, dos bolsitas de té de Ashwagandha (mejor que la tila, ideal para despejar la mente y tratar el estrés severo y el agotamiento nervioso), una copita y una botella de “Anís del Mono”. Acercó una silla a la mesa, sacó una libreta del bolsillo interior de la americana y leyó.

—Un jeque árabe con el ojo morado, una estrella del rock con un esguince, un romano con el fémur fracturado, una señora rubia con barba y dos dientes rotos, que solo hablaba en inglés… ¿sigo?

Doña Jacinta se tomó la copa de anís de un trago y le pidió a Bernini que se la llenara de nuevo, a ver si así se le quitaba esa angustia que le estaba oprimiendo el pecho, dijo. No coló. El subinspector cerró la botella.

Paola esperaba pacientemente un milagro dando vueltas a su bolsita de té. De momento, tan solo Bernini y ella habían tenido acceso a las imágenes de las cámaras de seguridad de la estación y se habían asegurado de que nadie más pudiera verlas… O eso creía.

—¡Inspectora, corra, salga, mire la tele!— La puerta del despacho se abrió de golpe (otra vez) y un agente novato arrastró nervioso a Paola y a Bernini hasta la Sala de Juntas. Allí, apuntó con el mando al televisor Smart TV que ocupaba casi la mitad de la pared.

En medio de la confusión, un periodista embutido en un traje de torero relataba los hechos: “Ya son siete las víctimas del brutal ataque que ha tenido lugar esta tarde en la línea tres. Justo en el vagón que pueden ver a mis espaldas. Según las imágenes captadas por las cámaras de seguridad, una presunta anciana la ha emprendido a bolsazos contra un grupo de personas que se dirigía a participar en el acto principal de estos carnavales”.

—¿Presunta anciana?— Preguntó la inspectora. Bernini se encogió de hombros, las imágenes proyectadas en el avance informativo estaban borrosas y no dejaban muy claro si se trataba de una anciana de verdad o de alguien disfrazado.

Mientras tanto, en el despacho del comisario Ramales, doña Jacinta se había quedado sola y aprovechó para servirse otra copita de anís.

El sonido del Whatsapp la interrumpió en mitad del proceso. Dejó la botella y rebuscó dentro del bolso. En la pantalla del móvil parpadeaba un mensaje de su amiga Goyita.

—Jaciiiiinnnn, ¿cómo va la cosa?
—Bien, por aquí bien, ¿todo controlado?
—Controladísimo (emoticono con carita guiñando un ojo).
—¿Reproducciones?
—Treinta mil.
—¿Nos llega?
—Nos sobra (emoticonos de manos aplaudiendo).

                                                                           *******

18:00 horas, sábado de carnaval. En el segundo vagón de la línea 3 del metro empezaba a faltar el aire. Ya no cabía ni un alfiler. Indios, vaqueros, brujas, princesas, banqueros, asesinos en serie, uno vestido de pera, otro de barril de cerveza y un grupo de zombies tratando de marcarse un Michael Jackson mientras los primeros acordes de ‘Thriller’ luchaban por salir de unos altavoces comprados en los chinos.

Frenazo inesperado y uno de esos muertos vivientes bailantes cae de bruces contra el regazo de doña Jacinta. Le toca una teta, sin querer, pero se la toca. Nadie ve llegar el primer bolsazo, ni el segundo, ni el tercero…

—¡Goyita, coge el móvil y graba! ¡Es nuestra oportunidad!

Y Goyita graba. Y sube el vídeo a Youtube, Facebook, Instagram, Twitter y TikTok. Y el vídeo se propaga como la pólvora, se hace viral.

En medio del follón, doña Jacinta y Goyita sonríen, tienen más que pagado el viaje a Benidorm.
 

*Hiperosmia: trastorno que se caracteriza por una exagerada capacidad de percibir olores que otras personan ni tan siquiera detectan.
 
 

 

 

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