Calladita estoy más guapa



Se detuvo por quinta vez delante del espejo del recibidor y revisó su imagen de arriba a abajo, observando de forma minuciosa cada detalle, antes de que la alarma del móvil le indicara que ya no había tiempo para más cambios.

Después de dos horas haciendo combinaciones de prendas, asesorada por una niña de cinco años aspirante a itgirl de lo más cool, la inspectora Paola Martín, de homicidios, remató el outfit elegido para aquella ocasión recogiendo su melena rizada en una coleta alta (muy Rihanna). Siempre prestaba atención a su aspecto, pero aquel día era vital. No quería pecar de poli tiesa e intransigente, pero menos aún que se le subieran a la chepa.

No le interesaba proyectar una imagen demasiado formal, por lo que descartó el traje de chaqueta de Armani que se había comprado en el último Black Friday

Tampoco era cuestión de ir en deportivas y con los vaqueros rotos por muy de moda que estuvieran, así que al final, tiró por el camino del medio: pantalones pitillo, blusa blanca de escote en pico (discretito) y una blazer azul celeste que le quedaba como un guante. ‘Arreglá pero informal’, como decía su abuela. El pelo recogido en el último instante le daría ese toque fresco acorde al evento y sus relucientes y adorados manolos pondrían el punto de sofisticación y seguridad en sí misma que necesitaba.

—¡Hija mía, lo que te ha costado! Anda que estás tú hoy como para arreglar el mundo.

Doña Jacinta salió de la cocina secándose las manos en el delantal justo en el momento en que su nieta abría la puerta y revolvía el interior del bolso, una vez más, mientras comprobaba su contenido: la pistola, la placa, el móvil, el cargador, la cartera, el neceser con los tampax y todo lo necesario por si se tenía que retocar el maquillaje, un par de bolis con el tapón mordido, ¡ah!, y su discurso. Respiró, todo controlado.

—Abuela, tú te encargas de llevar a Calima a clase ¿verdad? Graciaaaassssssss, luego nos vemos.

El golpe seco de la puerta al cerrase, las manos sudorosas y unos tacones muy monos, pero que la obligaban a recorrer a paso de tortuga los escasos 50 metros que la separaban del ascensor, no hicieron sino aumentar sus nervios. Odiaba las charlas y las conferencias. Sobre todo si la ponente era ella. Lo de imaginarse al público en pelotas no daba resultado, ya lo había intentado una vez y terminó saliendo del auditorio en una camilla.

Abrió de nuevo el bolso y volvió a respirar. Ahí estaba la bolsa de papel por si le daba por hiperventilar. No sería la primera vez.

******* 

La semana anterior, cuando le hicieron la propuesta, todo le había parecido mucho más sencillo. La estirada del moño que se presentó en el despacho del comisario Ramales como la coordinadora de las Jornadas en las que se la requería como ponente, había dicho que aquello era coser y cantar.

—Basta con que usted explique en qué consiste el trabajo de policía, cómo se accede a los distintos cargos y departamentos, coordinación y cooperación entre cuerpos de seguridad… No sé, cuente algunos de sus casos más importantes, pero sin dramatismos ni tecnicismos, por favor. Con un lenguaje sencillo y directo. Va a dirigirse usted a un público extremadamente sensible. Hay que tener cuidado.

Apoyada en el marco de la puerta, Paola dio el último sorbo al café y lanzó el vaso de cartón directo la papelera. Su gozo en un pozo, no hizo canasta. Mientras se agachaba a recogerlo, dejó claras sus condiciones.

—De acuerdo, pero nada de atriles ni parafernalias. Con un taburete alto, un botellín de agua sin gas y un micrófono craneal para tener libres las manos, me conformo. También necesito una tele grande, una pantalla o lo que sea para poder proyectar unas imágenes, un cable HDMI y una superficie donde pueda apoyar el portátil.

Un apretón de manos con la del moño y todo solucionado. O eso creía… La seguridad que había mostrado hasta ese momento empezó a desaparecer, le flaqueaban las fuerzas y las piernas empezaron a fallarle. A duras penas consiguió acercarse a una de las sillas y sentarse.

—¿Se encuentra bien Martín?— preguntó el comisario.

—Perfectamente, solo un mareo, hambre, supongo…—mintió ella.

¿Hambre? Pánico, pánico es lo que sintió cuando fue consciente del lío en el que se había metido. “¿Por qué coño he tenido que decir que sí? Con un taburete alto, un botellín de agua sin gas y un micrófono craneal para tener libres las manos, me conformo… ¿Seré gilipollas?”

******* 

Cruzó el hall y un amable conserje la acompañó hasta el salón de actos. Ahora sí que no había vuelta atrás. Tras la lectura de su currículum y trayectoria profesional, la del moño le dio paso y Paola caminó segura sobre sus manolos hacia el taburete estratégicamente colocado en un lateral del escenario. A su izquierda una tele enorme de 100 pulgadas (demasiadas, quizás) y junto a ella una mesita alta de esas supercuquis de revista de decoración donde apoyó y conectó con cuidado el ordenador.

—Buenos días— dijo mientras dudaba entre sacar del bolso la carpeta con el discurso o simplemente dejarse llevar. Optó por esto último.— Mi nombre es Paola Martín y soy inspectora de homicidios. Mi trabajo consiste en planificar, organizar, supervisar y coordinar los operativos policiales. Me suele ayudar mi compañero, el subinspector Lucas Bernini, pero hoy no ha podido venir. Quizás, dicho así no resulte un trabajo muy atractivo, pero la verdad es que cuando consigues atrapar al malo…

Cruce de miradas de confusión entre algunos espectadores y un minuto para pensar.

—Está bien. Os voy a poner unas imágenes y seguro que lo entenderéis mejor. Aquí va la primera.

Un contenedor de basura orgánica (de esos verde y gris) y unas piernas que sobresalían.

—¿Lo veis? Así nos lo encontramos. Bueno solo la parte inferior del cuerpo, el resto nos lo fuimos encontrando a través de pistas que nos dejó el asesino. Un brazo aquí, la cabeza allá, cuatro dedos por otra parte, la lengua… Voy pasando las imágenes y así lo veis. Las banderitas con los números indican las pruebas. ¿Os habéis fijado?

Nadie decía nada… Paola continuó con su exposición.

—A este otro lo abrieron en canal en su propia casa. Había sangre por todas partes y con ella escribieron mensajes en las paredes. ‘Vais a morir todos’, ‘no me cogeréis’… Y esas cosas que escriben los asesinos.

Miró las imágenes de refilón y aguantó una náusea. No le iba a contar a aquellos sesenta pares de ojos que la miraban fijamente lo de su miedo irracional a la sangre (hematofobia), así que tocaba mantener el tipo.

La tensión en el ambiente se podía cortar con un cuchillo, pero ella siguió.

—Todos estos que están ahí amontonados se mataron a tiros entre ellos. Dos bandas. Bueno, a estos tres los degollaron, como se ve perfectamente— dijo señalando a la pantalla, pero sin mirar.

Cuando terminó su exposición y dio las gracias a los asistentes por su interés, tan solo una pequeña figura de la tercera fila se levantó y aplaudió con todas su ganas. El resto permaneció en silencio, encajado en las butacas, sin apenas respirar y sin atreverse a mover un solo músculo. Su sexto sentido le indicó que algo no iba del todo bien.

******* 

El número del colegio en la pantalla del móvil la sacó de la primera reunión de coordinación de la mañana.

—Bernini, sustitúyeme, ahora vuelvo. ¿Sí, dígame?

—¿Hablo con Paola Martín, la mamá de Calima?

—Sí, sí, soy yo, dígame, ¿todo bien?

—¿Puede venir a recoger a su hija? Hoy no habrá clase.

—Sí, por supuesto, voy enseguida.

Extrañada, Paola miró la agenda en su móvil. No era festivo, no había excursión… Se suponía que era un día de clase normal y corriente.

Mientras tanto, la directora del colegio se enfrentaba a la peor crisis educativa de los últimos treinta años. No daba abasto entre llamadas, Whatsapps, emails y una larga fila de padres, madres y demás familia de niños de cinco años que exigían hablar con ella.

Aquella mañana, las tres aulas de tercero de Infantil estaban vacías y una niña con coletas, la única que había asistido a clase, esperaba en Secretaría a que llegara su madre.

 


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