Mi nombre es Lo, JLo (I)

 


Nos vemos en el Gym


Se subió a la bici y pedaleó con todas sus fuerzas. No sabía cuánto tiempo aguantarían sus piernas a ese ritmo ni si sería capaz de terminar la tabla de ejercicios que le habían marcado. Lo único que tenía claro es que debía estar allí, perdiendo todo el glamur, aguantando los chorretones de sudor y el olor a sobaquillo, como una más, sin levantar sospechas… De su habilidad y discreción dependía la resolución de un complicado caso en el que parecía estar implicada una inspectora de homicidios llamada Paola Martín. Sin embargo, aunque le sobraba picardía e inteligencia, ni era hábil en la investigación, ni mucho menos discreta.

Julia Loureiro (JLo) no era una gran deportista. Tampoco es que le hiciera mucha falta el deporte para, según ella, mantener en forma ese cuerpazo que la naturaleza le había dado. Cada día se miraba al espejo y se maravillaba observando sus pechos firmes sin silicona, sus muslos duros y tonificados, esculpidos como los de una diosa griega, y su trasero bien puesto. Se veía a sí misma divina, perfecta, y había llegado incluso a plantearse la posibilidad de suscribir una póliza para asegurar esas tetas, esas piernas y ese culo como si de una estrella de fama mundial se tratara. Al fin y al cabo los ponía en riesgo cada día por culpa de un arriesgado y peligroso trabajo.

Su obligado traslado a la Unidad de Asuntos Internos le había sentado como una patada en la boca del estómago. No quería ser una chivata, pero era consciente de que gracias al trabajo de detectives como ella, se podía localizar las manzanas podridas que ensuciaban el buen nombre de la policía.

Pero Paola Martín no daba el perfil, tenía un historial intachable, no podía ser una asquerosa rata de alcantarilla. Algo no encajaba en todo aquello… Acercarse a ella era vital para saber qué había pasado con los 40 kilos de hachís desaparecidos durante la operación antidroga que había tenido lugar meses atrás en el muelle de los americanos, y que había estado dirigida por la inspectora y su compañero, el subinspector Lucas Bernini.

A pesar de que la esperaba, la detective Loureiro ahogó un grito cuando la vio entrar en el gimnasio. Llevaba días siguiéndola y ya se conocía su rutina de memoria. A las 17:00 tocaba entrenar, un beso a la niña que se iba con la abuela al parque, saludo y sonrisa a los entrenadores y las pertinentes preguntas de cortesía a cada uno de los colegas de abdominales, burpees y dominadas: “¿cómo estás?, ¿qué tal la semana?, ¿y esas agujetas?, ¿cómo llevas el resfriado?”…

La inspectora Martín abrió la taquilla, metió la sudadera y el móvil en el bolso de deporte, sacó su botella de agua personalizada y la toalla de microfibra, se recogió el pelo en una coleta alta, cerró con llave y salió del vestuario dispuesta a darlo todo.

Sus miradas se cruzaron y un escalofrío recorrió la columna vertebral de Paola desde le nuca hasta el coxis. Su sexto sentido se había activado.

“Mal rollo”—pensó.

Julia Loureiro se puso nerviosa, debía mantener su identidad en secreto para poder hacer bien su trabajo y ya se había dado cuenta de que con Paola no iba a ser nada fácil. Estaba tan concentrada intentando a duras penas mantener el equilibrio encima del bosu, mientras lanzaba enérgicamente el balón medicinal de un lado a otro, que no se dio cuenta de que una sigilosa inspectora Martín se acercaba por detrás.

—No sé en quién pensarás al lanzar el balón contra el suelo, pero da un poco de miedo— bromeó—. ¿Qué tal?, me llamo Paola, me toca hacer el entrenamiento a tu lado, creo que no nos conocemos —dijo extendiendo su mano derecha a modo de saludo.

—Mi nombre es Lo, JLo.

—¿En serio?, ¿Como Jennifer López?

—¡Qué más quisiera yo! Me llamo Julia Loureiro, pero un amigo empezó de cachondeo a decir que tenía el culo igual que ella y, bueno, pues me quedé con JLo—, dijo con una sonrisa, tratando de parecer simpática.

Paola intentó que la mirada no se le desviara a las posaderas de la detective, pero no pudo evitarlo. Aguantó una carcajada, ¡qué mala leche la del amiguito!, aquel culo no lo arreglaba ni un millón de sentadillas, pero no sería ella quien le quitara la ilusión a la muchacha.

Mientras tanto, Julia centraba su atención en la coleta alta que sujetaba la melena rizada de la inspectora. Tenía que conseguir uno de esos maravillosos cabellos, arrancarlo de raíz, para que no se perdiera ni una gotita de información genética. Solo así podría relacionarla con la evaporación del hachís y el repentino éxito de una marca de productos de repostería, “El auténtico gustirrinín”, cuyas galletas, bizcochos y magdalenas tenían un ingrediente secreto que ríete tú de la fórmula de la Coca Cola (como ponía en el envoltorio, totalmente ecológico, por supuesto). Una etiqueta no registrada en la Oficina de Patentes y Marcas, que no había tardado en colarse en las mejores pastelerías de la ciudad.

Hacía ya tres semanas que, en su desesperación, el comisario Ramales había solicitado la intervención de Asuntos Internos; la gente se había vuelto loca, se lanzaba como si estuviera poseída por el diablo contra los expositores de los establecimientos y devoraba los auténticos gustirrinines a puñados, sin ningún tipo de control.

—Algunos ni le quitan el envoltorio, se los comen así, de golpe— le había explicado Ramales a Loureiro, moviendo los brazos de forma exageradísima.

Había sospechado de la inspectora Martín y del subinspector Bernini desde el momento en que a Comisaría solo llegaron 76 de los 77 fardos incautados en la última operación antidroga dirigida por ambos.

El pelo encontrado por el forense, enrollado en la úvula (la campanilla de toda la vida) de un varón (caucásico), que había muerto por asfixia al intentar tragarse una caja de galletas, enteritas y sin masticar, era la prueba que le hacía falta al comisario para reabrir la investigación. Lo único que necesitaba era alguien externo, que no levantara sospechas, y que consiguiera un cabello de la inspectora Paola Martín para poder compararlo con el del cadáver.

Ese alguien era JLo, la detective Julia Loureiro.

Los últimos cinco minutos de cardio eran vitales para conseguir su objetivo. Tenía que terminar al mismo tiempo que Paola, coincidir con ella en el vestuario y hacerse con su cepillo para el pelo sin que se diera cuenta.

Sin embargo, la sesión se había alargado más de lo previsto y, para disgusto de JLo, la inspectora Martín decidió recoger rápidamente sus cosas y ducharse al llegar a casa.

Suspiró, al día siguiente lo volvería a intentar…

Nadie oyó llegar a Paola. Calima estaba entretenida viendo dibujos animados en la tele y doña Jacinta hablaba a gritos por el móvil.

—¡Le haré una oferta que no podrá rechazar!— Le oyó decir al más puro estilo Vito Corleone— Por cada cuatro paquetes de galletas de chocolate le regalo uno de bizcochitos, así que haga la cuenta y decídase que no tengo todo el día y me lo quitan de las manos.

La inspectora sonrió, su incombustible abuela se había convertido en empresaria a sus 84 años y la cosa le iba bien. Tenía un pequeño negocio clandestino de repostería, porque “con la pensión de mierda que tengo no me da pa ná”, le había dicho. Ella hacía la vista gorda, no quería saber de dónde sacaba la materia prima ni quiénes eran sus proveedores. Al fin y al cabo, ¿qué mal le puede hacer a nadie que una abuelita se dedique a hacer rosquillas?

Retiró un par de pelos de color indefinido de encima de la mesa de trabajo, llena de harina y chocolate, cogió un paquetito de galletas y se lo metió en el bolso. Se lo llevaría al gimnasio a JLo y la invitaría a tomar un café—pensó—. Esta vez su sexto sentido le había fallado. La chica le caía bien.


Comentarios

  1. Asi que " el auténtico gustirrinín", eh?. A ver si me consigues un par de paqueticos de esos, que falta nos hace

    ResponderEliminar
  2. Eso, eso... a montar una fiestuqui con el material de doña Jacinta!! Jajajaja.Buenísimo.
    Soy Charo del Face

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

El vestido

Encargo mortal

Pañuelos para los Gremlins

Isabel Cabrera en "Vigila el rollo, que no se escape"