Conspiración en la azotea



El reflejo de su imagen en el espejo la terminó de espabilar. ¡Qué susto, por dios! Iba a tener que buscar un tutorial urgente para colocarse esos pelos, parecía que había dormido haciendo el pino. Bueno, dormir, lo que se dice dormir, más bien no. Dos descomunales manchas amoratadas bajo los párpados inferiores de sus enormes ojos, revelaban el cansancio acumulado durante las largas noches que llevaba sometida a la dictadura del insomnio. Vamos, que llevaba casi una semana sin pegar ojo.

La culpa de todo la tenía su último caso. Varios sujetos sin, aparentemente, ningún vínculo en común salvo los versos que todos ellos tenían tatuados en las nalgas y que al unirlos daban como resultados el poema “Se equivocó la paloma” de Rafael Alberti, habían aparecido deambulando, como si fueran auténticos zombis, por distintos puntos estratégicos de la ciudad.

La inspectora Paola Martín, de homicidios, se llevó la palma de la mano a la boca y aguantó una náusea cuando llegó al final. La última estrofa (Ella se durmió en la orilla. Tú, en la cumbre de una rama), se adivinaba entre los claros del culo más peludo que había visto en su vida. Cinco traseros más completaban el resto de las estrofas (un culo carpeta, otro con granitos, un tercero con celulitis, un cuarto sin ella y, el quinto, redondito como un melocotón).

Abrió la ducha y dejó caer el agua helada sobre la nuca. Probablemente se estaba enfrentando al caso más difícil de toda su carrera.

Volvió a mirarse al espejo. “Esta vez ni con titanlux”, pensó. Así que esparció sin ganas por la encimera del lavabo todos los potingues que tenía y empezó a aplicárselos uno tras otro, en un intento de que nadie la confundiera con una de las víctimas. Lo único que consiguió fue una imagen grotesca de ella misma, así que no se lo pensó dos veces y vació por completo un paquete de toallitas desmaquillantes de Mercadona.

Decidió que no tenía ganas de arreglarse, así que se puso el chándal y las deportivas, se ajustó la gorra, metió lo que necesitaba, pistola incluida, dentro de una mochila, eligió las gafas de sol más grandes que tenía y salió escopeteada hacia Comisaría ‘con la cara lavada y recién peiná’, como decía su abuela.

Esta vez no subió las escaleras de dos en dos, como era habitual en ella. Se agarró a la barandilla y simplemente dejó que las piernas hicieran su trabajo. 

-      ¿Un cafecito? – Le preguntó Bernini mientras le tendía un vaso de cartón con aguachirri, que ella aceptó sin decir ni mu.

-      ¿Hemos avanzado algo?

-      Nada de nada, no se acuerdan de nada. Ninguno sabe qué hacía en pelotas cuando lo encontraron, ni por qué estaba donde estaba, ni en qué momento le hicieron el tatuaje en el culo – respondió el subinspector.   

-      Pero alguien tiene que haber visto algo…

-      Te ha cagado una paloma en el hombro. Menudo churretón que te ha dejado.

Paola giró la cabeza y allí estaba. Lo que le faltaba, ¡qué asco! “Por lo menos no ha sido en el pelo, gracias a que me puse la gorra”, pensó. Se quitó la sudadera y la tiró en la primera papelera que vio en el pasillo.

-      Lo siento Lucas, estoy agotada, me vuelvo a casa. A ver si consigo dormir un par de horas y puedo ver las cosas con más claridad. Si hay alguna novedad, avísame, por favor.

Él asintió y la convenció para llamar a un taxi. No estaba en condiciones de conducir.

Intuyó que algo raro pasaba nada más meter la llave en la cerradura. Un silencio absoluto se había adueñado de su apartamento. Pensó en ir directa a su habitación y tirarse encima de la cama tal y como estaba, pero cruzó el pasillo hasta llegar al salón.

-      ¡Aléjate de la ventana!, ¿tú no has visto la película de ‘Jisco’?

-      ¿Cuál?, ¿la de la chica que está en la bañera y se ve el cuchillo y…?

-      No, la otra.

-      ¿La del hombre que tiene una pierna rota y se dedica a mirar lo que hacen los vecinos y ve cómo uno mata a…?

-      No, no, tampoco, la otra.

-      ¿La de los pájaros que atacan a todo el mundo y les sacan los ojos y…?

-      Esa, esa.

Escondida detrás del sillón relax reclinable, de esos con nombre tan raro, que había comprado en Ikea, doña Jacinta, con el escurridor de las verduras a modo de casco, agarraba con una mano la tapa de darle la vuelta a la tortilla y, con la otra, la espumadera. Estaba preparada para la batalla. Las palomas no eran de fiar.

Paola jamás había visto a su abuela tan asustada. Movió las cortinas y las aves abandonaron la barandilla del balcón, pero doña Jacinta no se movió, no se fiaba, estaba segura de que tramaban algo. Volverían con sus guruguru, pero ella las estaría esperando.

La inspectora sacudió la cabeza, la obsesión de su abuela no era normal… Pero, ¿y si tenía razón?

Repasó de memoria los lugares donde habían sido localizadas las víctimas del poema en el culo. Instalaciones militares, plazas, iglesias, entidades bancarias… las palomas no elegían sus lugares de encuentro por casualidad. Sobrevolaban el espacio en grandes grupos, vigilaban desde azoteas, balcones, tendidos eléctricos o un hueco en cualquier edificio… Eran conspiradoras natas.

“Se equivocó la paloma”, el poema volvió a su cabeza. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. De pronto, las piezas empezaron a encajar. Era como si algo o alguien se estuviera aprovechando de las cualidades que tienen esas aves para la maquinación y la confabulación; usándolas de espías, obligándolas a recopilar todo tipo de información y dirigiéndolas por telepatía, radiocontrol o alguna especie de sistema intergaláctico. ¡Quién sabe qué mente retorcida! las estaba entrenando para que, llegado el momento, ametrallasen con sus heces un objetivo concreto. Pero, ¿cuál sería esta vez?

Lo único que tenía claro la inspectora Paola Martín, de homicidios, es que nadie estaba a salvo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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