¡Cuidado con la abuela!




Que todos los chinos saben karate es una de las dieciocho mil verdades absolutas e irrefutables que existen en el universo. Podrían saber judo, kung-fu, jiu-jitsu o muay thai, pero no, es karate. De eso estaba completamente segura doña Jacinta.  

Las pelis de Bruce Lee y Jackie Chan le habían enseñado mucho a la abuela de la inspectora Paola Martín, de homicidios. También le valían las de Chuck Norris que, aunque no fuera chino, ya se había encargado ella de rebautizarlo y “chinolizarlo”. Chinurri, lo llamaba.

Ir a clases de artes marciales le parecía una pérdida de tiempo cuando tenía a tan grandes profesionales a su disposición con solo mover un dedo y apretar un botón.

Es más, había conseguido diseñar sus propias técnicas de golpeo, bloqueo y chequeo tras invertir horas y horas delante del espejo, con el moño torcido y la falda remangada y sujeta con un enorme nudo que se dejaba caer por la cadera derecha. Toda una experta ¡vamos! Incluso había ido tejiendo cinturones de ganchillo con todos los colores cada vez que consideraba que había pasado de nivel, hasta llegar al negro.

Lo único, lo único que le faltaba a doña Jacinta (84 años) era una situación real en la que dar rienda suelta a todos sus conocimientos. El momento había llegado…

El número del subinspector Bernini parpadeó en la pantalla del móvil que Paola había dejado sobre la encimera del lavabo mientras le hacía las coletas a Calima. Lo desbloqueó y activó el altavoz para poder seguir peinando a la niña.

-      ¡Por dios, Bernini!, dígame que la han encontrado.
-      Sí inspectora, no se preocupe. La tenemos en Comisaría, se ha cruzado de brazos y dice que solo hablará en presencia de su abogado.
-      ¿Abogado?, ¿para qué necesita un abogado? ¿ella está bien?, ¿se puede saber qué ha hecho?

¡¡¡¡Ayyyy!!!! El grito de Calima hizo que Paola se diera cuenta de los tirones de pelo que le estaba pegando a la pobre criatura.

-      ¡Mami!, que me vas a arrancar la cabeza – sollozó, mientras intentaba librarse de las garras de la inspectora, que ya había cogido el móvil y lo tenía prisionero entre la oreja y el hombro izquierdo.
-      ¡Vamos a ver, Bernini!, que qué es lo que ha hecho, le estoy preguntando – insistió Paola.
-      Inspectora, yo… será mejor que venga.

Calima se vio libre en el momento en el que sonaba la voz cantarina de Mariana entrando por la puerta. El aroma a café recién hecho que traía en el termo inundó todo el pasillo. Echó a correr hacia ella.

-      Buenos días chicas, ¿todo bien?, ¿cómo está hoy mi niña?
-      Ay Mariana, aflójele un poco las gomas de las coletas que se las he apretado tanto que, con esa sonrisa que lleva, la echan de clase, ¡fijo! Se van a pensar que se está cachondeando de la maestra. Yo me voy corriendo – dijo la inspectora, mientras sacaba del armario de la cocina un vaso de esos de cartón para llevar, con tapa, y se lo tendía a la mujer implorándole con la mirada un poco de café.
                              
Se colocó las gafas de sol a modo de diadema, dejando caer un rizo sobre la frente. En una mano el vaso de café, en la otra, las llaves del coche y el móvil… Agarró el bolso con los dientes, abrió la puerta con el codo y la enganchó con el empeine del pie izquierdo para poder cerrar.

No tardó en llegar a Comisaría. En el pasillo se cruzó con un hombre (cuarenta y tantos) que debió salir de su casa aquella mañana muy bien trajeadito y repeinado, pero que en ese momento daba pena… Con esos pelos, esa americana que apestaba a pescado, totalmente descamisado y tratando de bajar el hinchazón de su ojo derecho con una bolsa de hielo.

Instintivamente se tapó la nariz. “¡Qué peste! ¿Qué hará aquí? – se preguntó -. ¿Narcotráfico?, ¿atraco a mano armada?, ¿una amante despechada?, ¿por qué no está esposado?”.

En una de las salas de espera, doña Jacinta estaba sola, tranquilamente sentada con el bolso apoyado en las rodillas y la compra del súper a sus pies. Paola le dio un beso y se sentó a su lado.

-      Pero abuela – dijo - ¿qué ha pasado?
-      Solo hablaré en presencia de mi abogado.
-      Pues de momento tendrás que conformarte conmigo.

Doña Jacinta suspiró, dejó el bolso encima de la mesa…

-      ¿Has visto al tipo que está sentado ahí fuera? – preguntó.
-      ¿El de la bolsa del hielo en el ojo?
-      El mismo.
-      ¿Y qué tiene que ver en todo esto?
-      Quita el cacharro ese que sé que tu compañero lo ha dejado grabando – susurró doña Jacinta con un hilito de voz casi imperceptible, señalando una videocámara con una mano a la vez que con la otra sacaba algo de la bolsa de la compra.

La inspectora se incorporó un poco y la apagó. Notó otra vez el olor a pescado.

-      ¿Qué pasa con el tipo de ahí fuera?
-      ¡Que se quería colar!- El enfado de doña Jacinta era mayúsculo.
-      ¡Ay dios! – Paola apoyó los codos sobre la mesa y se llevó las manos a la cara, tapándose los ojos. Conocía muy bien a su abuela - ¿Qué has hecho?
-      Pues mira, yo le hubiera atizado un Haito uchi con toda la mano abierta, pero… ¿tú sabías que un kilo de anchoas puede convertirse en un arma mortal? No, ¿verdad? Pues el ‘tontolaba’ ese tampoco.

Comentarios

  1. Si, si, hay mucho y mucha tontolaba suelto que bien se merece un kilazo de antxoas en to' la geta. Bien por la abuela! Yo, no me habria interpuesto entre ellos.😂😂

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  2. Jajajaja!! La abuela haciendo kárate. Qué bueno!! Me ha tronchado al leer lo de que se hacía los cinturones de ganchillo y se los iba cambiando según su criterio si había subido o no de nivel. Esta mujer es demasié!! Buenísimo, Arantza.
    Por cierto, soy Charo del Face.

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    1. Muchísimas gracias. La verdad es que doña Jacinta da mucho juego. 😅😅

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