¿Canas?, ¿qué canas?





En la sala de interrogatorios, Bernini no conseguía ningún avance y la inspectora Paola Martín, de homicidios, empezaba a impacientarse. Era el cuarto café asqueroso de máquina que se tomaba en las dos últimas horas.

Dejó el vaso de cartón sobre la mesa y se quitó la cazadora biker efecto piel de color rosa, que colocó cuidadosamente en el respaldo de una de las sillas.

Era consciente de que el outfit elegido aquel día, con los vaqueros rotos, esa camiseta de Betty Boop guiñando un ojo y sus deportivas de marca favoritas (famosas por el uso que les dio Jane Fonda en sus clases de aeróbic televisivo), borraba de un plumazo la imagen de poli dura que tenía que proyectar en esos momentos.

Para compensar, dio un puñetazo en la mesa y el vaso de cartón, con café incluido, saltó por los aires y cayó directamente en la entrepierna del detenido.

-      ¡Ya está bien! –gritó- ¡Mira!, esto funciona así, tú me ayudas y yo te ayudo. ¿Capisci?

Desde que el comisario Ramales le había dicho que el subinspector Bernini y ella tenían que hacerse pasar por una pareja de turistas italianos e infiltrarse en una organización que se había apoderado de una ermita cercana, permitiendo solo la entrada a extranjeros, se había descargado canciones y canciones de Raffaella Carrà por aquello de pillar bien el acento.

Tres días llevaba escuchando una y otra vez, ‘Qué dolor’, ‘Hay que venir al sur’, ‘Fiesta’, ‘Caliente caliente’ y ‘Explota mi corazón’, así que la imagen que el espejo le devolvió esa mañana, con unas ojeras que le llegaban hasta los pies, no fue precisamente agradable.

Todo parecía tener solución, un buen antiojeras, una buena base de maquillaje, los polvos de sol del Mercadona, raya, raya, máscara de pestañas, un toque de color en los labios y ¡divina de la muerte! Era todo lo que necesitaba…, hasta que lo vio.

No se lo podía creer. No, no podía ser. Era una broma, estaba clarísimo. Algo brillaba entre sus rizos. “Restos de purpurina de la fiesta de disfraces de Calima y sus muñecas”, pensó… Pero no.

Se acercó más al espejo y sus dudas se disiparon. ¡¡¡Canas, tenía canas!!! Y no era una, ni dos; era un mechoncito con cuatro pelos blancos que había permanecido oculto entre su melena.

“¿Y ahora qué hago?”. La inspectora Paola se quería morir. No podía salir a la calle, así no, y no podía retrasarse, Bernini la estaba esperando en Comisaría, donde ambos recibirían los detalles del caso de la ermita invadida.

Nada, solución de urgencia, corrió a la habitación de su hija, cogió un rotulador de esos para pizarra blanca y se lo pasó por el mechón, se vistió a todo correr, se colocó el sombrero que había comprado durante sus vacaciones en Venecia, metió en el bolso el móvil, la pistola y la placa, se puso las gafas de sol y salió de casa como alma que lleva el diablo.

Como ya era habitual en ella, subió las escaleras de dos en dos hasta llegar al despacho de Ramales. El subinspector Bernini, como era habitual también, había llegado antes y la estaba esperando jugando al Candy crush.

-      Inspectora, algo negro le chorrea por la frente.
-      ¿En serio?, ¡mierda!

Paola se quitó el sombrero, activó el modo selfie de la cámara del móvil y se miró… “Mierda, mierda, mierda”, un hilillo de sudor teñido de negro empezaba a deslizarse desde la raíz del pelo.

-      Inspectora, perdone…, pero eso que se le ve ahí ¿son canas? – preguntó Bernini mientras le tendía un pañuelo de papel para que se limpiara.

Roja de rabia le pegó un empujón y lo lanzó con tal fuerza dentro del despacho del comisario que a punto estuvo el pobre de chocarse con él y plantarle un beso en todo el morro.

-      ¡Martín, Bernini!, hagan el favor de sentarse, que no está hoy el horno para bollos.

El caso era fácil, tenían que llegar hasta la ermita haciéndose pasar por una pareja de italianos enamorados que deseaban contraer matrimonio, ganarse la confianza del líder de la secta, detenerlo y devolverle la llave al cura.

-      Solo una cosa más –dijo Ramales, que no le había quitado ojo a la melena de Paola- No quiero ni un muerto, ¿me han oído bien? Ni uno.
-      Sí, señor.
-      Inspectora, disculpe un momento, eso blanco que le brilla en el pelo, ¿son canas?

No respondió, pero el portazo hizo volar por los aires el cristal de la puerta del despacho del comisario.

La llegada a la ermita no fue como esperaban, la puerta estaba abierta y olía raro, muy raro… Paola le hizo una seña a su compañero y ambos sacaron el arma.

Un montón de cadáveres cubría el pasillo central como si fuera una alfombra y, al fondo, un extraño ser, (el líder de la secta, supusieron) que se parecía a Gollum en ‘El señor de los anillos’, pero con pantalón vaquero y camiseta de los Rolling, murmuraba palabras sin sentido mientras movía una antorcha de un lado a otro.

Paola por la izquierda y Bernini por la derecha… ¡Llegaron a tiempo!, justo antes de que empezara a arder el mantel del altar

-      Anda majete –dijo la inspectora cuando ya lo tenía esposado-, vamos a Comisaría que me da que vamos a tener una tarde muyyy larga.

“Y la de los de la Científica ni te cuento”, pensó mirando a la alfombra de cadáveres que dejaba a su espalda.

-      ¿Entonces qué? ¿Hay trato o no hay trato? – insistió Paola atravesando con la mirada al hombre que la observaba asustado desde el otro lado de la mesa.
-      Ay inspectora –sollozó el Gollum con camiseta de los Rolling-,  pensaba que no lo iba a decir nunca.
-      O sea, que nos ayudamos mutuamente, ¿no?
-      Sí, sí.
-      Pues ¡desembucha!, ¡empieza a hablar! – dijo mientras le acercaba una toallita húmeda para que se limpiara el pantalón pringado de café.
-      Verá inspectora, soy peluquero.

La confesión del detenido la pilló por sorpresa.

-      ¿Perdón?
-      Que soy peluquero y le puedo echar una manita…, ya me entiende, con esas canas incipientes que asoman por su melena.

Paola, más calmada, se sentó, cogió el boli bic y empezó a enrollar  uno de sus mechones mientras analizaba la nueva situación… Una de las frases de su abuela sonó en su cabeza: “Lo importante primero, lo secundario después” y una sonrisa se dibujó en su rostro.

-      Bernini, haga usted el favor de salir un ratito a tomar el aire, que este señor tan majo y yo tenemos que hablar.

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