Con diez centímetros vale
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A
ver, desde el principio. Tómese su tiempo y explíqueme qué es lo que vio usted
exactamente.
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Pero
si ya se lo he contado treinta veces.
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Pues
vamos a por la treinta y una. De aquí no se mueve hasta que quede todo
completamente aclarado.
Las
tijeras de podar brillaban sobre la mesa de la sala de interrogatorios, estaba
claro que alguien se había esmerado en limpiarlas concienzudamente. El
vigilante de seguridad de aquellos grandes almacenes de la calle principal respondía
sin ganas a las preguntas del subinspector Bernini.
Mientras
tanto, desde una de las esquinas, la inspectora Paola Martín maldecía una y
otra vez en voz baja la mierda de café de máquina que se estaba tomando y
permanecía atenta a las señales de su compañero por si tenía que intervenir.
Ese tipo no le gustaba nada.
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Como
todos los días, abrí la reja de seguridad, desactivé la alarma y encendí las
luces. Entré y me la encontré sentada encima del mostrador de la planta de
señoras, en posición de loto, con los ojos cerrados y recitando algo en una
lengua extraña, mientras abría y cerraba unas tijeras de podar. La apunté con
mi arma reglamentaria.
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Se
creerá usted muy valiente – interrumpió la inspectora Martín, de homicidios.
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¡Coño!,
que ella tenía unas tijeras de podar.
Tres
horas antes, la zona centro de la ciudad había sido acordonada tras recibir en
Comisaría una llamada que advertía sobre la presencia de un sujeto peligroso,
con arma blanca, en el interior de unos grandes almacenes.
No
había heridos, ni rehenes, ni petición de helicóptero para escapar, ni nada de
nada, puesto que aún no era la hora de abrir al público.
Tan
solo un testigo, el guarda de seguridad del establecimiento que, cuando
llegaron los agentes, apuntaba con su 38 especial a una señora con vestido de
lunares (entre 1,56 y 1,60 de estatura, más o menos) que repetía como un mantra
algo que nadie era capaz de entender y que transmitía una sensación de
serenidad y paz infinita a pesar de que tenía en sus manos unas tijeras de
podar, profesionales por supuesto, modelo GRIZZLY 470 mm, con doble engranaje
de corte (19,90 euros en Amazon).
Hasta
que no apareció la inspectora Martín, nadie había reparado en los cientos y
cientos de retales de tela que cubrían el suelo.
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Pensé
que habían redecorado la tienda y que era una de esas alfombras modernas –
había dicho el guarda.
Pero
no. Paola dio la orden de que se llevaran al vigilante a Comisaría para poder
interrogarlo y pidió que la dejaran a solas con la señora del vestido de
lunares, que aún permanecía en trance, aunque ahora ya sin las tijeras de
podar.
La
inspectora se puso los guantes, se agachó, cogió uno de los trozos de tela y lo
midió con un metro de modista que llevaba en el bolso (junto al neceser con los
tampax, la cartera, el paquete de toallitas, una libreta, tres bolis Bic, las
llaves, el teléfono móvil, las planchas del pelo y un muñeco de goma pegajoso
de su hija). “¡Ja! Diez centímetros, lo que me imaginaba”, pensó.
Cogió
otro pedazo de tejido y lo mismo, y otro más, y otro. Trozos de tela de
algodón, de poliéster, de lino, de felpa, de lana, raso, seda, arpillera,
franela… Estampados de flores, cuadros, rayas, lunares, animal-print… Daba
igual, todos medían exactamente diez centímetros.
Paola
estudió a la mujer y empezó a comprender. Una lágrima rodó sobre su mejilla
izquierda, se levantó y se dirigió hacia ella. Sin decir nada, de un salto se
sentó a su lado en el mostrador (se notaban los cuatro días en semana que iba
al gimnasio), sacó de su bolso la libreta y uno de los bolis y empezó a anotar
las palabras que iba diciendo aquella buena señora.
“Classic Mom Fit
Hi-Rise Ankle Length, Hi-Rise Cropped, Mid-Rise Ankle Length, Cropped Flare,
Vintage Skinny, Mini Flare, The Hi Waist Ankle Straight…”
Repetía
una y otra vez, sin que nadie supiera si se trataba de algún tipo de dialecto,
lengua muerta o idioma desconocido.
A
la inspectora Martín no le hizo falta pedir ningún intérprete ni recurrir a
Google Translator para confirmar sus sospechas.
Aquella
mujer se había quedado encerrada la noche anterior en los grandes almacenes,
con unas tijeras de podar que había adquirido en la planta de ‘Hogar y
jardinería’ (no se fiaba de internet), mientras intentaba averiguar qué coño de
modelo de pantalón le iría bien a su escaso 1,60 de estatura. Diez centímetros,
a todos le sobraban diez centímetros.
Paola
se puso roja de rabia. La entendía tan bien… Estaba harta de los blusones que
acababa llevando como vestidos, de las faldas mini que para ella eran midi y
las midi que se convertían en maxi.
Bajó
del mostrador y ayudó a la mujer, la metió en un taxi, comprobó el domicilio en
su documentación, le dio la dirección al taxista, pagó por adelantado y le
pidió al buen hombre que la llamara cuando la dejara sana y salva en casa.
A
ella le quedaba aún mucho trabajo por hacer. Su objetivo; el guarda de
seguridad. Solo un loco apunta con un 38 a una mujer indefensa con sed de
justicia.
¡Que divertido! Yo también le entiendo jajajaja
ResponderEliminarSomos muchas las que entendemos a esa pobre mujer. 🤣🤣🤣
Eliminar@mili. Me sumo a la csusa. Jaja
ResponderEliminarCausa....perdón jeje
ResponderEliminar🤣🤣🤣🤣🤣🤣🤣
EliminarMe sorprende los casos que se encuentra la inspectora... jajaja
ResponderEliminarY con qué sabiduría los resuelve. Buen relato, Arantza.
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