La RAE y el cuchillo jamonero




-       Háblame de ti – dijo la terapeuta
-       Me llamo Miren Yaiza Curbelo Barrenetxea, pero me puedes llamar “Miya”, con “Y” – puntualizó-. Me gusta la tónica, el chocolate negro y tomo el café sin azúcar. Vamos, que soy una asesina en potencia.
-       Bueno, por eso y porque mataste a tu vecina con un cuchillo jamonero…
-       ¡Pero es que dijo haiga, dijo haiga, dijo haiga! ¿Cuándo lo van a entender?

Miya padecía una forma de trastorno obsesivo compulsivo denominado “síndrome de pedantería gramatical”, que le hacía actuar con la contundencia de la Gestapo sobre cualquier atentado contra la Gramática y la Ortografía, dos diosas a las que veneraba.

Como en cualquier tipo de trastorno, los especialistas (ya llevaba siete) trataban de buscar la causa en el origen.

De madre vasca y padre canario, Miya aprendió desde pequeña a jugar con las palabras y le fascinaba jugar con la “tx” de txoriburu y la “ch” de canchanchán (sus dos insultos, si se pueden llamar así, favoritos) y pronunciar ambas correctamente. Pasaba con una naturalidad asombrosa del “chacho trae la chola” al “¿qué pasa pues?”, sin que en ello se pudiera apreciar ni un atisbo de peligro.

Pero hace tres años todo empezó a complicarse. Madre soltera y una hija, Lucía, que empezaba la Universidad. Estaba orgullosa de ella, había superado con creces la nota de corte para DECRIM, Doble Grado en Derecho y Criminología. ¡Toma ya! Y decidió que si la niña se mudaba, pues ella también.

Y ya que estábamos, mientras la niña estudiaba, pues ella abría su propio negocio con el pastizal que había conseguido con la liquidación de su anterior trabajo. Y así nació “El Bistró de La Miya”.

Lo tuvo fácil, encontró un local precioso en la misma calle donde Lucía y ella habían alquilado un coqueto apartamento, de esos decorados como en las revistas, donde nada está fuera de su sitio y donde parece que no vive nadie. Sólo tenía un defecto: la vecina del quinto, una tía estirada con aires de marquesa que no sabía hacer la o con un canuto. Y eso…, eso le ponía a Miya de los nervios. Palabras mal empleadas, expresiones mal dichas, faltas de ortografía impensables incluso en niños de cinco años, tildes horrorosamente colocadas, verbos mal conjugados… El odio de Miya por aquella mujer fue creciendo tanto como el éxito de su Bistró (oye, con estrella Michelín y todo).

Y empezó a culpar a la RAE, pero ella era muy de cumplir normas y se resignó a quitar de un plumazo la tilde al adverbio “solo” y a los pronombres demostrativos (este, ese, aquel, esta, esa, aquella), aunque se sentía como si le estuviera poniendo los cuernos a tantos años de aprendizaje.

Hasta que llegó el día fatídico, el día de la bestia gramatical… Hace exactamente cinco meses.

No oyó la voz cantarina de Lucía que acababa de entrar en casa.

-       OK Google, enciende la luz del pasillo.
-       Lo siento, no puedo ayudarte, ¿quieres que te cuente un chiste? – respondió la voz femenina del asistente personal de google.
-       Para chistes estoy yo hoy – resopló Lucía, y recorrió el trozo de pasillo que separaba el recibidor de la cocina mientras llamaba a Miya.
-       ¡Mamá! Ya he llegado, ¿sabes lo que me ha pasado?, ¡Mamá!, ¿Mamá?

Lucía se encontró a Miya sentada en el suelo en estado cataléptico: completamente rígida, la piel casi transparente, apenas respiraba… A su lado, sobre un gran charco de sangre flotaba el horrendo bolso de leopardo de Dolce Gabbana (1.100 euros) de la vecina del quinto y, al otro lado del bolso, yacía la vecina del quinto con un cuchillo jamonero atravesándole la garganta y un vaso con sal, que misteriosamente se había mantenido intacto, en su mano izquierda.

Echó un vistazo a la encimera de la cocina y un suspiro de alivio salió de su pecho. Allí estaba el jamón de bellota 100% puro ibérico, pata negra, de Extremadura (426,01 euros le había costado a su madre).

Tenía hambre. Lo que daría en esos momentos por poder prepararse un bokata (con k, que para eso tenía raíces vascas) de jamón como dios manda, pero parecía que el cuchillo jamonero se había usado para otros menesteres y no era plan de sacárselo del cuello a la vecina del quinto.

Siguió contemplando la escena (para algo estaba ya en el tercer año de DECRIM). “Esto con la lejía del Mercadona no lo limpiamos ni de coña”, pensó.
Mientras Miya empezaba a dar señales de que estaba volviendo en sí, Lucía sacó su reluciente iPhone 11 del bolso y dudó entre llamar al 112, enviar un whatsapp a su profesor de Psicopatología Forense, grabar un vídeo y subirlo a youtube (se forraba seguro) o buscar otro cuchillo para hacerse el bokata de jamón. Tenía hambre y con hambre no podía pensar bien.
La mirada de su madre ahora era clara. Estaba empezando a ser consciente de lo que había pasado.

- Mamá, ¿qué has hecho?

El dedo índice de Miya se movió sobre el charco de sangre. “Dijo haiga”, escribió.

Para Lucía todo quedó aclarado: Su madre actuó en defensa propia, la vecina del quinto merecía morir.


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Comentarios

  1. Entiendo a Miya completamente. Jajajaja Yo también me horrorizo cuando veo alguna falta ortográfica en algún post, o escucho a alguien decir "haiga" o "naide" (no mato a mi suegra porque no es plan, en fin). La vecina del quinto merecía lo suyo. Me encanta como escribes, Arantza. Sigue así.
    Por cierto, soy Charo del Face. :)

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    1. 🤣🤣🤣🤣🤣. Hay cosas que despiertan nuestros instintos más primarios. Gracias Charo, guapa.

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